En la Revolución Francesa el espectro de cabezas comprendía desde cortesanas (madame Du Barry), asesinas (Carlota Corday) o reinas (María Antonieta). Se dice que la guillotina no tenía voluntad para escoger: segaba cuellos de manera pareja. Nadie estaba a salvo. Desde la cortesana más vulgar hasta la reina.El oficio de verdugo se heredaba. Quizá el caso más notable fue el de Charles Sanson, cuyos ascendientes también practicaron el ingrato placer de guillotinar mortales. A Sanson le tocó el irrepetible honor de decapitar a Luis XVI. Y ha escrito que el rey francés subió al cadalso con admirable entereza, contra la opinión difundida respecto del carácter medroso de quien intentó huir, sin fortuna, y fue capturado en Varennes. “Pueblo de Francia, soy inocente”, dijo en voz alta el condenado. Era enero de 1793. En octubre de ese año sería descabezada a cercén su mujer María Antonieta. De la experiencia de Charles Sanson se desprende un reglamento que incluye: cortar el cabello al sentenciado, descubrirle el cuello, atarle las manos por la espalda, ponerlo a ras del banquillo, sujetarle con cuidado la cabeza y, por último, exhibirlo al pueblo llano, tras la ejecución, asiéndolo de la melena. Si el decapitado era calvo la exhibición procedía agarrándolo de las orejas. Sanson se quejaba amargamente de su oficio. Es importante conocer, para juzgar con certeza, el osciloscopio afectivo del verdugo: sentimientos y traumas. Charles Sanson, por ejemplo, había sido beneficiado en alguna época de su vida por Luis XVI. Y le tocó en suerte ultimar a su benefactor. ¡Menuda bronca! La guillotina, como sabemos, se inventó con fines humanitarios. El aparato evitaba la imperfección de los degüellos con hacha o con espada. Decapitaciones cruentas que a veces incluían varios golpes en los cuellos.
Refinamiento cruel que advino con la Revolución Francesa, la guillotina era severa (recta u oblicua) y, nunca mejor dicho, tajante.
Columna escrita originalmente para el Publimetro del 12 de julio del 2013