Relaciones rotas en países rotos
Excluyendo cualquier cuestión discursiva o política, las últimas dos películas de Pawel Pawlikowski (Ida y Cold War) son visualmente apabullantes. No sólo es porque sean técnicamente perfectas, es por cuestiones de ambiente. Pawlikowski le imprime una sensibilidad privada a estas películas tan ambiciosas e importantes. Esta contradicción entre lo privado y simultáneamente inmenso es central para Cold War, una película sobre países y relaciones disfuncionales, sobre la capacidad que tiene una persona para completarnos y corrompernos, así como el potencial humano de irse directamente hacia el daño o la redención.
Cold War es un relato cuasi-épico de amores tórridos y emociones que pueden llevar a la realización o autodestrucción.
Con el obvio contexto de la Guerra Fría en el trasfondo, Pawlikowski aprovecha para resumir la historia de sus padres en imágenes preciosas, música romántica y coreografías de propaganda socialista. Quizá Cold War no tiene ese mismo enfoque social-épico con el que cuenta Ida, pero sí hay una sensación ambiciosa e inmensa, de una historia de amor eterna y constreñida por las circunstancias de la época. La película se sitúa hace casi siete décadas, pero se puede trazar un perfecto símil con lo contemporáneo, en cortes políticos y sociales. Tan solo al inicio, el protagonista recorre su país en busca de sonidos folklóricos y manifestaciones artísticas ignoradas. La búsqueda hace parecer a Polonia como un desierto post-apocalíptico, donde casi no hay gente y los que sí hay son una raza hermética y extraña. Parece otro país, pues, y en el contexto de la posguerra esto es más que puntual e importante: obliterar a los pueblos es obliterar una parte fundamental de la historia y orígenes de las personas.
Pero eso sólo es en una materia temática. Pawlikowski también es un maestro formal. Cada cuadro de Cold War es una belleza. Este realizador polaco aprendió de Ingmar Bergman y Robert Bresson la importancia y maestría de un buen encuadre, de ubicar a los personajes con precisión frente a la cámara, y de hacer que el blanco y negro expulse vida. Pawlikowski ya nos tenía acostumbrados a este estilo con su película Ida, cinta merecedora del premio a mejor película extranjera en los oscares de 2014, y Cold War parece seguir una línea similar: blanco y negro, formato academia (de proporción 1.37:1), composiciones rotundamente hermosas y movimientos de cámara bellísimos, donde los protagonistas se pueden encontrar en los extremos del cuadro, siempre con mucho espacio libre pero nunca desperdiciado.
Por si esto fuera poco, la ambientación de la época es inigualable. Cold War está grabada en un blanco y negro digital, sin embargo los sets parecen arrojar una gamma de colores, ruido otorgado principalmente por la exquisita dirección de arte y decoración de sets. Pawlikowski no escatimó en este largometraje: Cold War retrata perfectamente muchas sociedades, épocas y sentires a lo largo de varios años. Lo brillante es que muchas de estas cuestiones no son comunicadas a través de diálogo, sino expresadas con un gesto, con algún movimiento de cámara o algún truco de bloqueo. Pawlikowski es un maestro de la cinematografía y, en mancuerna con su fotógrafo Lukasz Zal, crearon una maravilla no sólo amarga y un poco dulce, sino también muy necesaria.