"Volver a casa es horrible": Lee 'Bonedog', el estremecedor poema de Pienso en el final

"Volver a casa es horrible": Lee 'Bonedog', el estremecedor poema de Pienso en el final

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Un perro que se sacude sin control como en un bucle interminable. Una granja engullida por una tormenta de nieve donde el tiempo transcurre en épocas distintas en cada habitación. Vejez, juventud, Alzheimer, tinnitus. Un sótano con rasguños en la puerta que guarda identidades secretas dentro de una lavadora. El musical de Oklahoma! tomado como exequia para acompañar la muerte de un críptico conserje de preparatoria. ¿Suena lo suficientemente Kaufmaniano?

I’m Thinking Of Ending Things, la reciente adaptación fílmica del director y guionista Charlie Kaufman de la novela del canadiense Iain Reid, empaca todos esos pasajes existenciales y más a lo largo de dos horas y quince minutos para una de las producciones originales más recientes de Netflix. Kaufman ya ha demostrado antes su obsesión por deambular entre las fracturas de la psique humana y las crisis de identidad con singular gravedad. Cómo olvidar la incomparable y lunática premisa de Being John Malkovich, donde un titiritero desempleado encuentra un negocio próspero tras descubrir una puerta que conduce a la mente del célebre actor y decide cobrar por la experiencia de controlar a Malkovich. O la aguda exploración de la melancolía, el amor y la memoria en Eternal Sunshine Of A Spotless Mind, donde a través de un procedimiento que borra los amores fallidos de la conciencia de sus personajes, Kaufman ofrece una visión única sobre la permanencia y el arrepentimiento. Una y otra vez, el director y escritor norteamericano ha demostrado que sus historias sobre el significado de la vida y el impacto de lo mundano no tienen paralelo. A veces es incómodo, a veces ininteligible, a veces conmovedor. Incluso, su incursión en el stop-motion con Anomalisa del 2015 ofrece una historia de tremenda resonancia psicológica sobre el matrimonio, el egoísmo y la infelicidad, crisis eminentemente humanas que Kaufman captura con audacia pese a que los actores son títeres creados en impresoras 3D.

Por eso, la expectativa por I’m Thinking Of Ending Things, la octava película escrita por Charlie Kaufman y su tercera incursión como director simultáneo, no fue menor apenas se develó el primer adelanto de la cinta. ¿Qué nueva e inescrutable disección del sentir humano ofrecería Kaufman esta vez? Y qué gozo presenciar a Toni Collette de vuelta en un drama doméstico luego de ver su volcánica actuación en Hereditary.

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Pienso en el final, por su título en español, sigue a una joven sin nombre, al menos no uno definido (según transita la historia, puede ser Lucy, Louisa o Yvonne), mientras contempla “terminar las cosas” con su novio Jake durante un viaje en carretera para conocer a sus padres. Dentro de su cabeza, se recita constantemente un monólogo, mejor dicho, una confesión que revela sus inquietudes más profundas respecto a su incómoda relación y la relativa culpabilidad que siente por “terminarlo todo”. No han pasado ni cinco minutos de la película cuando ya estamos a bordo del descuidado automóvil de Jake, atravesando un paisaje nevado, estéril e insípido, como testigos de un tedioso viaje en pareja. El descontento de la chica anónima, interpretada por Jessie Buckley, y el desagrado que siente por su novio es evidente y ella reflexiona al respecto con cavilaciones como: “Jake es un buen tipo, pero esto no va a ningún lado. Quizás sea parte de la naturaleza humana, continuar andando aunque lo sepas. La alternativa requiere mucha energía, requiere decisión. La gente permanece en relaciones tóxicas porque es lo más fácil”. Mientras tanto, un incauto Jake intenta complacer, sin éxito, con toda clase de halagos a la chica que él llama “ideal”.

La escena transcurre enteramente dentro del vehículo y ocupa los primeros 20 minutos de I’m Thinking Of Ending Things, lo que de inmediato rompe con cualquier expectativa establecida frente a la película. Las escenas largas, contemplativas y de extenso diálogo siempre son incómodas, inusuales. Retan la atención del espectador, exprimen la paciencia de la audiencia, claman por una transición a un nuevo espacio, una nueva dinámica, al menos un respiro. Pero Kaufman solo irrumpe el trayecto tortuoso de la pareja para desconcertarnos aún más con atisbos aparentemente aleatorios y ajenos de una segunda historia intercalada que muestra la miserable rutina de un solitario conserje de escuela. 

Apenas media hora dentro de Pienso en el final y la cinta ya prueba ser más desafiante y misteriosa que muchas de las obras más populares de Kaufman. El trayecto en el automóvil se siente interminable para la joven sin nombre y, por ende, para nosotros también. Pero más que un ejercicio estilístico en claustrofobia, Kaufman en realidad hace honor a la riqueza del diálogo de la novela de Reid y nos obliga a experimentar el desorden emocional e identitario de la pareja, sin escape. Una conversación que resulta en un constante vaivén de contradicciones y desacuerdos que pareciera revelar mucho de cada personaje y, a la vez, casi nada. Lo mismo hablan sobre un anodino columpio en la nieve o la afición de Jake por los musicales de Broadway, que sobre virus, insectos, Bette Davis o la “Propensión a la infección de rabia en las neuronas sensoriales de ganglios espinales”. 

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Y es precisamente durante este abrumador y disfuncional tramo de la historia que el personaje de Buckley recita un deprimente poema que manifiesta mucho del ansia y la tribulación existencial que aborda la adaptación de Kaufman; una pieza poética que discurre sobre el hondo vacío que deja la monotonía, el falso resguardo de la vida hogareña y los horrores domésticos que acechan cuando nos confrontamos con la aridez de nuestra propia vida. La declamación del poema se presenta como una contradicción, como muchos de los hechos que suceden en la historia. Momentos antes de interpretarlo, Lucy, Louise o Yvonne niega ser aficionada de la poesía y se muestra desinteresada frente a los intentos de Jake por compartirle un poema de William Wordsworth. Más tarde, procede a recitar de forma ejemplar un poema que asegura haber escrito ella misma. El poema se llama “Bonedog”, que al traducirse al español puede tener acepciones que van desde “perro de hueso” hasta el nombre común de una especie de pez conocida como Squalus acanthias (por si no bastaba la excentricidad hasta este momento). El poema, de hecho, es una obra real escrita por la autora originaria de Toronto Eva H.D, publicado en su libro debut del 2015 Rotten Perfect Mouth, un compendio de crudas estrofas en verso libre que describen pasajes cotidianos a través de una mirada perspicaz y devastadora. “Bonedog” no es excepción y en la voz de la joven, contrapuesto con el ambiente invernal, taciturno y mundano que la confina dentro del auto, resulta aún más desolador.  

La traducción y transcripción en prosa del poema van así:

“Volver a casa es horrible, ya sea que los perros te laman la cara o no. Ya sea que tengas una esposa o una soledad en forma de esposa esperando por ti. Llegar a casa es terriblemente solitario, tanto así que añoras con ternura aquella opresiva presión barométrica de donde acabas de volver, porque todo es peor una vez que estás en casa. Piensas, con nostalgia, en las alimañas que se aferran a los tallos de la hierba, las largas horas de camino, la asistencia en carretera, los helados y las formas peculiares de ciertas nubes y silencios, porque no querías volver. Regresar a casa es espantoso. Y los silencios domésticos y sus nubes hogareñas no contribuyen en nada más que a todo el malestar. Miras con sospecha las nubes como son, hechas de una materia distinta de aquellas que dejaste atrás. Tú mismo estás cortado de una tela diferente, turbia. Devuelto, repudiado, mal recibido por la luz de luna, infeliz de regresar, holgado en todos los puntos equivocados, como un traje lleno de costuras, un trapo andrajoso de cocina, usado. Llegas a casa como a otro planeta, ajeno. El tirón gravitacional de la Tierra, un esfuerzo ahora redoblado, suelta los cordones de tus zapatos y hace que arrastres los hombros, grabando aún más profunda la estrofa de la angustia en tu frente. Vuelves a casa hundido, como un pozo sin agua ligado al mañana por una frágil hebra de “qué más da”. Suspiras frente a la avalancha de días idénticos, bien podrían ser uno solo, y uno a la vez. Bueno, qué más da, volviste. El sol sube y baja como una puta cansada, el clima inmóvil como un miembro roto mientras envejeces. Todo permanece inmóvil, menos las mareas cambiantes de sal en tu cuerpo. Tu visión se nubla, llevas encima tu clima contigo; una gran ballena azul, una oscuridad hecha esqueleto. Vuelves a casa con visión de rayos X, tus ojos convertidos en hambre. Y así, regresas con tus dones mutantes a una casa de hueso. Todo lo que ves ahora, todo, es hueso”.

Texto original:

Coming home is terrible, whether the dogs lick your face or not. Whether you have a wife or just a wife-shaped loneliness waiting for you. Coming home is terribly lonely, so that you think of the oppressive barometric pressure back where you have just come from with fondness because everything’s worse once you’re home. You think of the vermin clinging to the grass stalks, long hours on the road, roadside assistance and ice creams and the peculiar shapes of certain clouds and silences with longing, because you did not want to return. Coming home is just awful. And the home-style silences and clouds contribute to nothing but the general malaise. Clouds, such as they are, are in fact suspect and made from a different material than those you left behind. You yourself are cut from a different cloudy cloth, returned, remaindered, ill-met by moonlight, unhappy to be back, slack in all the wrong spots. Seamy suit of clothes, dishrag-ratty, worn. You return home moon-landed, foreign. The Earth’s gravitational pull, an effort now redoubled, dragging your shoelaces loose and your shoulders, etching deeper the stanza of worry on your forehead. You return home deepened, a parched well linked to tomorrow by a frail strand of anyway. You sigh into the onslaught of identical days, one might as well, at a time. Well, anyway, you’re back. The sun goes up and down like a tired whore, the weather immobile like a broken limb while you just keep getting older. Nothing moves but the shifting tides of salt in your body. Your vision blears, you carry your weather with you; the big, blue whale; a skeletal darkness. You come back with X-ray vision, your eyes have become a hunger. You come home with your mutant gifts to a house of bone. Everything you see now, all of it, bone.”

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La impactante alegoría de poseer visión de Rayos X y atestiguar así la verdadera crudeza que se oculta detrás de lo aparente en todo lo que nos rodea, retumba en cada sentencia de “Bonedog”. El personaje de Buckley incluso mira al espectador de frente hacia el final de su interpretación, haciéndolo partícipe aún más de su desdicha y como en una especie de inquisición. El poema nos confronta con el gran tabú de “odiar” nuestro propio hogar, nuestro origen, aludiendo al mismo hastío y rechazo que siente Jake por sus padres y la granja donde creció, donde ahora debe volver.

I’m Thinking Of Ending Things ha sido aclamada por la crítica por su visceral y profunda visión de la soledad, el paso del tiempo y su retrato metafísico del inconsciente humano. Aún así, es una experiencia tremendamente alienante y difícil de transitar como espectador, pese a sus actuaciones de primer nivel y la impecable cinematografía de Łukasz Żal. Las dos prolongadas escenas del automóvil —la segunda de casi de media hora—, parecen esgrimas interminables de aforismos entre los novios, un debate sin propósito; el discurso de una sola mente hablando consigo misma sobre todo y sobre nada. Así, Kaufman conjura una película que enerva por su introspección, pero que, paradójicamente, fascina por su habilidad de plasmar, como poco realizadores, la complejidad de la mente humana, sus cajones más vergonzosos, sus carreteras más desoladas y sus sótanos más temibles. Una cinta que sin duda rechaza la fácil categorización e imposibilita encasillarla en buena o mala, dos estrellas o cinco. Su única posible etiqueta es “kaufmaniana” y es uno de los estrenos más admirables y desconcertantes del 2020.


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