Brujas en la Nueva España: de hechizos y erotismo
Una noche del verano de 1735, en un rincón de una de las habitaciones de su casa, Juana Teresa Gomez halló a su madre y a la sirvienta completamente desnudas, acariciándose y abrazándose mientras se embarraban un ungüento rojo extraído de unos pequeños frascos. Una vez cubiertas de la pócima, las mujeres llamaron a un gato negro que llegó parado en dos patas mientras maullaba y lamía sus cuerpos. María Gómez, mujer española del pueblo El Chico, y Leonor, una mujer indígena de Chichimequillas, bailaron de un lado a otro, tomaron al gato y le besaron el ano.
“De villa en villa, sin Dios ni Santa María” gritaron las dos brujas mientras la carne de sus cuerpos caía hasta transformarse en dos esqueletos que emprendieron en vuelo. El gato guardó los ojos de las mujeres debajo de las piedras de un fogón hasta que María y Leonor regresaron a la mañana siguiente para volver a su forma humana.
Este es uno de varios testimonios que se encuentran en el Archivo General de la Nación, albergado en el Palacio Negro de Lecumberri, publicados en el texto El cuerpo de la brujas en la Nueva España de Estela Roselló, como parte de los procedimientos inquisitoriales de la Nueva España, que a diferencia evidente de aquellos realizados en occidente, se puede identificar la influencia de las tradiciones indígenas y africanas en el imaginario de la época que alteraban la percepción que se tenía de la brujería.
A pesar de que El Tribunal novohispano no fue tan severo en la persecución de brujas en comparación a los países europeos que basaban sus acusaciones en el Malleus Maleficarum ―tratado publicado en 1486 por los monjes dominicos Heinrich Kramer y Jacob Sprenger para la identificación y caza de brujas― sí censuraba las prácticas mágicas de la adivinación, en donde se utilizaban yerbas alucinógenas como el peyote o la “Santa María”, y el delito de la hechicería cuando había un pacto con El Diablo y se empleaban objetos sagrados para su realización.
Un caso específico fue el de la mulata veracruzana, Leonor de La Isla, publicado en Un tipo popular de la Nueva España: la hechicera mulata por la Doctora en Letras, Araceli Campos Moreno, quien relató ante el Tribunal cómo se acercó a la hechicería, los embrujos y pociones que aprendió y realizó exitosamente.
Leonor tenía un enamorado, el carpintero Francisco Bonilla, con quien riñó una noche según testimonios de sus vecinas. Para que el hombre regresara a su lado, la mulata resolvió hacer una pócima con la sangre de su menstruación diluida en chocolate para amansarlo y obligarlo a continuar su romance.
Con el mismo fin, Leonor rezaba frecuentemente el Conjuro de Santa Marta frente a tres velas y una imagen de la beata, y lo rezaba para su beneficio o el de las mujeres que lo solicitaban, pues varias señoras conocían de sus hechizos y la buscaban para lograr sus propósitos amorosos.
Martha, Martha,
No la digna ni la sancta,
Martha,
vamos a Fulano a hacerla la cama
de espina y abrojos,
y las sábanas sean de setenta y seis mil probincias,
para que sin mí
no pueda estar ni reposar.
Martha,
yo te conjuro con Barrabás,
con Satanás,
con Volcanás
y cuantos diablos de Ynfierno son.
Martha,
en vos cupo la suerte,
vos me lo havéis de traer.
En su mayoría, las denuncias a mujeres por brujería estaban ligadas a temas de exploración sexual y promiscuidad, que en la época eran atribuidas al demonio. La española Rosa de Ubeda, por ejemplo, se confesó bruja en 1687 en la ciudad de Puebla, después de haber pactado con el Diablo para que su padre saliera de la bancarrota. Satanás se apareció en forma de mono y pidió a Rosa que le besara “las partes indecentes” para sellar el pacto y adueñarse de ella.
La poblana afirmó mantener una relación larga con El Diablo después del encuentro, pues creía que el demonio mismo se presentaba en forma de hombres apuestos con quienes mantenía actos afectuosos, coqueteos y hasta relaciones sexuales en más de una ocasión.
La historiadora Estela Roselló afirma que muchas de las mujeres que se denunciaban a ellas mismas en el delito de la brujería, eran casos en los que ellas exploraban su cuerpo, se hacían poseedoras de su físico y su sexualidad, lo cual asociaban con actividades que según las tradiciones medievales, estaban ligadas a la servidumbre del maligno, lo cual les generaba culpa y provocaba que ellas mismas se denunciasen frente al Tribunal.
Aunque no se tiene registro del asesinato de una bruja por la Santa Inquisición, la represión sexual y la falta de información orilló a varias mujeres al escrutinio y el castigo y, a partir de las supersticiones populares, creerse lacayas del demonio.