La cocina de Sandra Luz López tiene un profundo olor a cacao. El aroma emana de la estufa en la que prepara un chocolate caliente; la presencia oaxaqueña de la Costa Chica en su hogar. Esta región, que se encuentra en el pacífico mexicano, es el centro de la decoración de su casa. Tiene artesas en miniatura, que son cajones rectangulares tallados en la punta con el rostro de algún animal. Del techo cuelgan, con nilón, cuadros de mujeres afromexicanas pintadas por la artista guerrerense Aydeé Rodríguez López. Pero quizás el elemento que más le trae esta región a su memoria se encuentra en su computador de escritorio. Detrás de los programas de edición de video y carpetas repletas de proyectos visuales, tiene de fondo de pantalla a su adorada Doña Catalina. En la foto, tal como Sandra la conoció, la mujer de 100 años se encuentra bailando el Son de Artesa. Esta imagen es un recuerdo constante de su musa y las bases de su universo cinematográfico.
Desde los 15 años Sandra supo que quería dedicarse al cine. Su prima le regaló una cámara para poder participar en un taller de revelado en blanco y negro. De ahí se empezó a vincular a espacios culturales como el Centro Fotográfico Manuel Ángeles Bravo y el Centro de las Artes Gráficas de San Agustín, fundados por el artista plástico Francisco Toledo, uno de los mayores exponentes del arte en Oaxaca. En estos espacios Sandra empezó a vincularse con lo visual, aprovechando las clases impartidas para aprender la mayor cantidad de técnicas. Viendo películas de directores como Kurosawa y Bergman, y en especial Cría Cuervos de Carlos Saura, se enamoró del cine.
Ingresó al Centro de Educación Artística de Oaxaca, donde se especializó en teatro y ciertos elementos de fotografía en movimiento. Al llegar no tenía claro ni los procesos técnicos del arte, ni los costos, solo que poder crear cosas era algo que la conmovía. Duró en esta institución hasta los 18 años, cuando empezó a buscar donde estudiar la carrera de cine. Sus padres la motivaron a que encontrara escuelas públicas donde impartieran la licenciatura. Las opciones eran el CUEC (Centro Universitario de Estudios Cinematográficos) y el CCC (Centro de Capacitación Cinematográfica). Decidió presentarse al CCC en Ciudad de México, así que viajó para rendir el examen de inscripción. Tuvo que esperar unas cuantas semanas para recibir la carta de la escuela. El mensaje decía “Lo sentimos, pero no quedó seleccionada para realizar los estudios en el Centro de Capacitación Cinematográfica”.
−No tenemos problema con que te quedes en Ciudad de México− le dijeron sus padres, −pero tienes que estudiar una licenciatura, si no, no hay forma de sostenerte.
Una amiga de su hermana mayor que estaba estudiando antropología en la ENAH le comentó de la rama visual que tiene esta carrera. Sandra fue con el coordinador Octavio Espejo y él le contó la importancia gráfica a la hora de realizar los estudios antropológicos. Convencida en el momento, se inscribió y pasó el examen. Durante sus estudios se enfocó en la etnohistoria, la “historia de los pueblos sin historia”. A la mitad de la carrera intentó por segunda vez aplicar al CCC, sin tener éxito.
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Yina, la hermana de Sandra, viajó a finales de los noventa a El Ciruelo, un pueblo ubicado en el costado oaxaqueño de la Costa Chica, para realizar un taller de teatro comunitario. Cuando regresó a su casa le mostró las fotos del lugar y de la gente que vivía allí. Al verlas Sandra no podía creer que hubiera afromexicanos en su propio Estado y ella no lo supiera. Años más tarde escogió a esta misma comunidad para realizar el estudio etnográfico de su tesis en antropología. Después de averiguar un poco más sobre el lugar Sandra resolvió que el mejor momento para ir era en verano, para coincidir con el l XI Encuentro de Pueblos Negros, un evento en el que distintas comunidades afroamericanas se reúnen para reconocer su identidad.
En la frontera de Oaxaca y Guerrero, al sur de Cuajiniculapa, se encuentra El Ciruelo. Un pueblo pequeño, con una iglesia a la mitad y unas cuantas casas que la rodeaban. Su guía fue el párroco católico Glyn Jemmott Nelson. Un misionero de Trinidad y Tobago parte de la teología de la liberación, una corriente que entiende el evangelio como un llamado para ayudar a las comunidades oprimidas.
El congreso consistía en asambleas por la mañana, y por la tarde actividades centradas en la música y el baile. En la tarde del tercer día, la muestra era el Son de Artesa; un baile que data de los tiempos de la colonia en el que las personas esclavizadas celebraban su libertad bailando sobre las canoas en las que escapaban. Mientras Sandra grababa la danza con su cámara, una señora de unos cien años, delgada y pequeña, fue llevada a la tarima. Cobró vida al ritmo de los tambores, al mover sus pies como una jovencita. Su nombre era Doña Catalina Noyola Bruno y venía de San Nicolás, un pueblo ubicado a 20 minutos de El Ciruelo. Cuando bajó de la tarima Sandra se le acercó.
−Disculpe, Doña Catalina− Le dijo– soy antropóloga y estoy haciendo un estudio sobre la Costa Chica, me encantaría conocerla y que me hable del Son de Artesa.
La señora la invitó a su casa. Charlaron sobre sus vidas y su pasado. Inevitablemente se volvieron amigas. Al regresar a Ciudad de México Sandra decidió hacer un documental sobre la importancia del Son de Artesa como elemento histórico de los pueblos afromexicanos. Esta idea fue criticada por sus profesores antropólogos, no consideraban que un video fuera un método suficiente para graduarse.
−Doña Cata no sabe ni leer, ni escribir− pensó Sandra− para qué voy a escribir una tesis si la persona de la que lo estoy haciendo puede leerla.
Al final logró que aceptaran su mediometraje y consiguió el título de antropóloga, pero Sandra sabía que no se quería dedicar a esto. En secreto se volvió a presentar al CCC y siguiendo el refrán de “la tercera es la vencida” fue aceptada como alumna.
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Sandra llegó a la licenciatura de cine con un propósito claro: Hacer la película que contara la historia de Doña Catalina. Tal fue su compromiso que aguantó los tres años de estudios en ficción obligatorios para poder inscribir el énfasis en documental. En esos años se volvió muy buena amiga uno de sus compañeros de clase, Bruno Santamaría, a quien eligió como su director de arte.
Para Bruno, Sandra era una persona reservada, que no compartía su vida con cualquiera. En el proyecto ella se abrió y le mostró la importancia de la región en su vida. En uno de los tantos viajes que hicieron a la Costa Chica Sandra le enseñó una caja llena de ilustraciones que diferentes artistas habían hecho de Doña Cata. Se sorprendía con la facilidad que ella tenía para navegar por las calles de San Nicolás y parecer una local.
La película cobró más fuerza emocional para Sandra en su primer año en el CCC, cuando le llegó la noticia de la muerte de doña Catalina. Se le ocurrió hacer un filme coral mostrando a las distintas mujeres, incluida ella, que fueron parte de su vida.
Coco Zarate, una de las nietas de Doña Catalina, pidió ser parte del proyecto. Sandra vio en esta mujer una versión moderna de Catalina. Vivía con su pareja y dos de sus hijos. El más grande, Artemio, estaba alistándose para irse a vivir a Estados Unidos con su papá. Esta historia los conmovió por cómo estaba impactando en la vida del niño y su madre. Sandra, a pesar de sus ganas de centrarse en Doña Catalina, decidió que este momento de vida de Coco y Artemio, era la trama perfecta para su película.
Hicieron los preparativos para llevar las cámaras y el equipo cinematográfico. Invitaron a Isis Puentes como sonidista y regresaron a San Nicolás para empezar grabaciones. Al llegar se encontraron con una sorpresa, Artemio había tomado la decisión de no viajar a Estados Unidos porque quería quedarse con su mamá. La preocupación inundó a Sandra al escuchar la noticia. Se preguntaba: ¿qué contar ahora? ¿Cuál es la nueva historia? Bruno e Isis le propusieron centrarse en los motivos de Artemio para quedarse y cómo impactaba sus relaciones familiares.
Con esto en mente empezaron a grabar las llamadas telefónicas que Coco y Artemio realizaban a Estados Unidos. Mientras le iban encontrando un ángulo más conciso a la historia, ocurrió una conversación con una de las hijas de Coco, Sherlyn. Discutían por el teléfono sobre la decisión de Artemio de quedarse y él intenta mediar en la situación.
Era el momento de tomar una decisión, parar de grabar o seguir rodando. Sandra no quería abandonar esta escena que era el corazón de toda la historia. Bruno le preguntó si debían seguir y ella le dijo que sí. Entre lágrimas por lo que estaba ocurriendo, Sandra le pidió a Bruno que acercara el plano al rostro de Artemio. Terminaron de grabar y se fueron al cuarto a descansar, sin revisar el material. Sabía en el fondo que no era correcto dejar la escena en el corte final sin que Sherlyn supiera. La llamó para comentarle del proyecto y el porqué era crucial que apareciera este momento en la película, ella entendió y la autorizó a usarla.
El documental Artemio fue presentado en varios festivales, incluidos el Sheffield DOC/FEST en 2017, donde se llevó el premio a New Talent Award, pero mientras esto ocurría, Sandra ya tenía claro su siguiente proyecto.
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Al enterarse de la muerte de Doña Catalina, Sandra viajó a San Nicolás lo más rápido que pudo. Se quería despedir de una mujer a la que amaba, pero en especial que la había construido como persona. Mientras estaba en el funeral, se acercó al ataúd y empezó a llorar. Sintió como una presencia femenina le puso una mano en el hombro.
−Llora, hace bien llorar− Le dijo la mujer
Era Lizbeth, la encargada del levante de la sombra, un rito de la cultura afrodescendiente de la Costa Chica, en el que se conduce a los muertos al eterno descanso. Conversó con ella después del funeral y se volvieron amigas. Mientras grababa, Artemio estrechó su lazo con Lizbeth, pues Sandra se encontraba atravesando la muerte de su papá. En ese proceso fue su consejera y guía para atravesar su duelo. A partir de esta experiencia, Sandra quiso mostrar la labor de Liz, como ella la llama, en pantalla.
Así comenzó un nuevo viaje a la Costa Chica. Sandra escribió una carta de motivación para este documental en la que detallaba su deseo en mostrar la conexión de Lizbeth con los muertos como herramienta para dar un cierre a los dolientes. Las primeras semanas de grabación se enfocaron en mostrar el día a día de Liz porque todavía nadie fallecía.
−Tú lo que quieres es que alguien muera para poder seguir haciendo la película− Le dijo Lizbeth
Entre lo concentradas que estaban Isis y Sandra. Junto a la seriedad de Liz, solo pudieron reírse del comentario.
−No te preocupes, siempre hay alguien que muere− Concluyó Lizbeth
Y tal como vaticinó, a los cuatro días murió Don Gonzalo. Sandra reafirmó su mantra que dice “la realidad siempre va a sorprenderte”. Duraron un mes más en grabación de los ritos que condujo Lizbeth. Después, en el proceso de postproducción, Sandra estaba centrada en mostrar el valor espiritual de la historia.
−Necesitamos mostrar un respiro, algo de naturaleza− Le dijo Lucrecia Gutiérrez, la editora− es que yo no puedo más con tantos rezos.
Escogieron elementos como un tronco que se encontraba cerca del cementerio de San Nicolás y es de las primeras escenas de la película en la que el amanecer se puede ver por las ramas sin hojas del árbol. Sandra trató de encontrar un balance que no le hiciera perder el foco de lo que quería contar. Algo que luchó desde el principio de la película cuando hizo el pitch en DOC Montevideo y Tribeca. Le preguntaban por qué no usaba como centro la identidad trans de Lizbeth, pero ella tenía claro que eso no era lo que quería mostrar.
El compromiso de las sombras se exhibió en festivales como los de Ciudad de México y Morelia. En 2021 se presentó en el Festival de Cine de la UNAM y se llevó el Puma de Plata a Mejor Película. Trató de que Lizbeth viera la transmisión, pero ella le dijo: “No necesito verla, ya la viví”.
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A pesar de los premios y reconocimientos, Sandra tiene todavía una deuda consigo misma: Hacer la película de Doña Catalina. Cada que trata de realizarla, cambian los planes o algo se lo impide, pero en el camino va tomando más elementos para construirla. Su idea es a través del archivo fílmico y de foto fija contar su historia, en un intento de traerla de nuevo a la vida.
Mientras, disfruta hacer películas que viven en el mismo universo de su musa, que aunque no se centran en ella, tienen su feminidad, esa que tanto le gusta a Sandra. Al pensar en este mundo tan diverso que ha creado, ella se imagina un árbol. Doña Catalina es el tronco, dando vida y sentido, sosteniéndolo todo. Mientras que Coco, Lizbeth y Artemio son las ramas que, con historias únicas y diversas, son el regalo que le dejó su gran amiga.