La última palada de tierra, Parte II: “La Gallera” es un campo de exterminio total
Anteriormente presentamos la primera parte de la investigación periodística de Violeta Santiago sobre las desapariciones, fosas y “cocinas” en Veracruz y puedes leerlo aquí. La continuación de este trabajo te acercará de una forma más íntima a los familiares de las víctimas que continuan su búsqueda al norte de la entidad. Sobre todo en “La Gallera”, un lugar saturado de huesos y aroma a muerte.
El experimentado rastreador de Guerrero que lidera la búsqueda en campo, Mario Vergara, dio instrucciones y las rastreadoras tomaron pico, pala, varilla, barreta o rastrillo y dejaron que el túnel de maleza las engullera. Había una vereda no tan marcada, pero perceptible, un camino invisible que nos llevó de la mano hasta un trozo de cráneo manchado de tierra, vértebras vacías de médula junto a un calcetín, una delicada costilla descarnada, un cúbito y un trozo de mandíbula con algunos dientes; había un casquillo, pero se lo tragaba la tierra gruesa y húmeda. Ahí se detuvieron las buscadoras unos segundos y por grupos para ver cómo lucían los huesos humanos.
La temperatura es muy distinta adentro que afuera. En el interior el cielo es verde, la luz traspasaba por bloques que daban aspecto de vitral a la naturaleza que nos rodeaba y la tierra era negra, fresca y sumamente fértil. Los troncos de árboles que no sé nombrar son muy delgados y desde el techo natural colgaban lazos con pequeños aguijones traicioneros. Las buscadoras no perdieron el tiempo e iniciaron el rastrilleo de la hojarasca con herramienta o con las manos enguantadas para detectar algún hueso suelto.
—¿Hacia dónde quiero que busquemos? —gritó Mario Vergara y el eco retumbó hasta arriba de la colina.—¡A todos lados!
Después de subir y bajar del monte por más de una hora, encontré a Reina Barrera García (originaria de Tebancos en el municipio de Tuxpan) sentada cerca del acordonamiento, expectante de los peritos federales en sus monos blancos que recogían los huesos que otros peritos estatales ignoraron un año atrás. El aire a nuestro alrededor apestaba como a ajo, culpa de la planta de ajillo, pero eso no parecía incomodarle, a sus 71 años desafió al cansancio para buscar al séptimo y más pequeño de sus hijos.
Colgada del cuello, como muchas otras madres, Reinita —como le dicen de cariño en la Brigada– llevaba la foto de Luis Javier Hernández Barrera protegida en una mica plástica. Este 20 de noviembre cumplirá 9 años de desaparecido. Él vivía en Poza Rica, pero ella se había ido a vivir a Reynosa con una de sus hijas. Se enteró de la desaparición de su hijo por teléfono a través de una hermana de Luis, enseguida Reina abandonó el tratamiento médico al que necesitaba someterse para regresar a Veracruz y buscarlo.
Mientras cuenta su historia en voz baja, apretó esporádicamente la mochila negra y agujereada en la que guardaba unas medicinas, un par de teléfonos y una joven planta que descubrió y que le gustó mucho por cómo florecía.
“La gente así dice, que andaba en cosas malas”, expresó Reina, pero no le ha importado lo que ha escuchado sobre su hijo. Mencionó que Luis era albañil y que vivía con carencias. Admitió no contar con apoyo familiar, pues sus hermanos no la entienden y sus hijas le reclaman. Ella lo único que se cuestiona es por qué hay tantos desaparecidos.
Las botas negras de vinipiel de Reina no estaban hechas para este trabajo. Para pasear, tal vez, pero no para buscar en el campo. Sin embargo, son las que usó durante las siguientes dos semanas, cada día de búsqueda, no importaba si le tocaba un asiento en un camión o un rincón en la batea.
—Yo siempre lo cuento a él — agregó Reina mientras jaló hondo y confesó tener la esperanza de encontrarlo, aunque no estuviera vivo porque para ella seguía siendo su bebé.
Cuando al final de la jornada se terminó de rezar el Padre Nuestro, en círculo y tomados de las manos, varias de las buscadoras se voltearon y abrazaron a una Reina acongojada. La apretaron contra sus hombros para secarle el sollozo amargo. Entonces comenzaron a bailar a su alrededor, extendieron sus manos y la hicieron brincar. Poco a poco carcajeó, aunque no totalmente. La mitad de su rostro esbozaba una sonrisa y la otra mitad se curvaba en una mueca de dolor.
Unos días más tarde vi a Reina radiante, presentando a uno de sus hijos a todo el mundo en el comedor. Es un hermano de Luis que ha venido a ayudar a su madre a buscarlo.
En aquel primer día de búsqueda, adentro atardeció más pronto y el cerro expulsó a las buscadoras. Marité Kinijara estaba molesta porque no hubo oración antes de iniciar las labores. Llevaba una blusa blanca con una gran foto al centro, típica de las fichas de búsqueda, en la que se lee el nombre de su hermano Fernando, la aciaga fecha y el lugar: 11 de agosto de 2015 en Empalme, Sonora.
Como no había colectivo, lo fundó con otras familias tras conseguir el apoyo de Mario Vergara y en poco tiempo se dividieron en siete municipios para buscar a más de 800 personas desaparecidas. Maricel repartió de mano en mano sándwiches de atún, mientras nos desperdigamos sobre la tierra como las piedras de río que abundan en el camino. Puesto que todavía no había ni esbozo de la sana distancia (aún no era necesaria), Marité se acomodó junto a mí y entonó una canción compuesta por Rogelio Fernández, un interno de la cárcel de Guaymas, Sonora, quien la escribió para ella y su colectivo, 23 segundos de un rasgueo de guitarra taciturna que preceden la voz aguzada. Callamos mientras dejamos que la letra nos golpeara.
“Esta no es una canción del montón,
porque quiero que cause mucha, mucha reflexión
de cómo se encuentra en realidad la situación
de impunidad, de nuestra nación”.
Volvemos sobre nuestros pasos y nada más desde la lejanía distinguí las palmeras de coyol que sobresalían entre la vegetación del cerro, de ahí el nombre del lugar. Esa primera tarde, la serenidad se pintó de cerúleo crepuscular y nos regaló unos paisajes preciosos. A partir de ese momento, durante los traslados de ida o retorno, aproveché esos instantes para escuchar música unos minutos. No sé por qué, casi siempre elegiría “Afterlife” (La vida después de la muerte) de Arcade Fire. Mientras observaba aquellas postales, pensé en la incoherencia entre la hermosura y el horror. Después de casi una hora de camino, desde la batea alargué el cuello como tortuga cuando vi el letrero laminado con el que Veracruz nos da la bienvenida y cruzamos el arco con la brisa fresca que nos secó los ojos.
—¡Estar en la Brigada es construir la paz! ¡Estar en el fango es construir la paz! — cantó Marité durante el segundo día de búsqueda, con la mitad del cuerpo sumergido en un tramo estancado de río.
La dinámica de la búsqueda en campo implica traslados de más de una hora (sólo de ida) para luego pasar casi seis horas desmorrando maleza, cerniendo tierra, cavando y así en una sucesión de tareas en las que la pala, el pico y la varilla son las herramientas básicas. Los guantes y las mascarillas no escaseaban porque no había llegado el COVID-19 a México. Nos dimos el lujo de repartir las propias a quienes necesitaban una. Comimos donde cayera el hambre; tortas de atún y tamales son los básicos más algunas naranjas y electrolitos para hidratarse sin apurar el vaciado de la vejiga. Se creó buen ambiente durante la pausa para comer, aunque cada día el retorno se pintó más triste al no dar con hallazgos positivos. Las búsquedas se alargaron infructíferas durante una semana. Apenas algunos huesos de un par de personas y, eso sí, una gran variedad de ropa es lo que se desenterró.
La Brigada incluso llegó a un campamento en La Antigua, ejido de Tihuatlán, en donde los pobladores le contaron a Miguel Trujillo que antes de 2014 llevaron al cerro frente a su comunidad a alrededor de 60 jóvenes a los que forzaron a subir y bajar la colina nada más apoyados con los codos, bajo la amenaza de recibir tablazos.
Los testimonios del campamento, las fosas viejas ya trabajadas por la Fiscalía General del Estado y basura de la anterior diligencia es lo que sumaron al primer fin de semana.
Mientras tanto, en cada salida, padres, hijos, hijas y hermanos desaparecidos nos acompañaron silentes con botones, fichas, camisas y fotos colgantes. Ninguno le pertenecía a sólo a una persona. He ahí el significado de ser colectivo.
El día que la Brigada se quebró, fue el martes 18 de febrero. Después de explorar por una semana al poniente de la ciudad de Poza Rica, decidieron ir a “La Gallera”, un rancho ubicado en Tihuatlán, al norte de la ciudad petrolera y pasando el deshuesadero donde se desvalijó el auto de los hermanos Trujillo.
“La Gallera” es un lugar con historia para el colectivo María Herrera.
Entraron ahí la primera vez en 2017 y el lugar pronto se convirtió en la primera prueba de las “cocinas humanas” de la zona norte de Veracruz. De acuerdo con lo que investigaron, el rancho había sido arrebatado a los dueños allá por el 2011 para convertirse en un necrocentro de Los Zetas. Según lo que me contó Maricel, la primera vez que la Fiscalía General del Estado entró al lugar, no reportó hallazgos, pero la segunda, cuando acudió el colectivo, desenterraron a cinco hombres y una mujer, que tendrían poco de haber sido inhumados. Gracias a los tatuajes aún visibles en uno de los cuerpos, una familiar identificó a su hermano.
Tres años después y cinco búsquedas detrás, el colectivo María Herrera volvió con la Brigada para explorar el paraje una sexta vez. No deberían encontrar nada, pero la falta de resguardo y las deficientes diligencias de la Fiscalía no son garantía para ellas.
La vegetación respetó el camino hasta la casa y su horno. En circunstancias normales, el horno sería una construcción bastante inocua y común, necesaria para cocinar uno de los platillos más distinguibles de la gastronomía huasteca: el zacahuil, el tamal más grande de México, una mezcla de maíz martajado con carne de res y cerdo y que se sirve en porciones acompañadas de chiles en escabeche.
Incrustado en el centro de una galera, cuyo techo de lámina de asbesto ya adolecía el abandono, se erigió el horno de ladrillo de adobe de unos dos metros de alto, por tres de frente y otro tanto de profundidad, con una boca negra abierta lo suficiente como para que dos buscadoras asomaran el cuerpo. Después del forzado cambio de dueños a inicios del gobierno de Javier Duarte de Ochoa, el horno de tamal se transformó en un crematorio. Es lo que intuyeron las rastreadoras del María Herrera en las primeras incursiones, cuando encontraron demasiadas cenizas y pequeños fragmentos de hueso. Fue por ese tiempo también cuando descubrieron que en la jerga de los torturadores se decía que “zacahuileaban” a las personas.
Enfrente se alzó la casa de paredes exteriores de un rosa devorado por el sol. En la mayoría de las ventanas no había vidrios y en otras, ni siquiera herrería. En la esquina de la pequeña cocina había decenas de olotes perfectamente desgranados junto a algunos envases de cerveza Barrilito. Cada una de las tres habitaciones tenía un color distinto; en el primer cuarto, el azul, había un sucio asiento de auto, dos empaques de condones abiertos y una mancha café, ya decolorada, pero aún distinguible: la huella hemática de una mano y, luego, muchos tallones en la parte baja, casi cerca del suelo. En el cuarto de en medio, el verde, sólo quedaba el esqueleto de un clóset sin cajones, del mismo color que las paredes, mientras que en el camino nos topamos con el empaque abierto de un par de pastillas para la diarrea. Finalmente, el último, de manchas blancas con el rosa palidecido de la casa, nos recibió con un nombre escrito a lápiz compulsivamente en los muros: “Pedro Morales Juares”. Y luego, junto al apagador de luz, descubrimos otro nombre: “María Guadalupe”. De vuelta a la sala lúgubre, vimos que quedó plasmado, también con grafito: “Z-35”. Dieciséis escalones de concreto nos llevaron a la losa en donde había un cuarto sin terminar y abundante papel de baño, <<usado>>, pensé. Al frente yacía el horno con sus cenizas frías. Atrás, el patio donde hace dos años sacaron los cuerpos y en el perímetro encontraron como novedad, cerca de una docena de garrafones para agua perforados en la base, vacíos y enterrados verticalmente.
Recuerdo que cuando Maricel me platicó de “La Gallera” y los primeros trabajos de búsqueda, mencionó que había sanguinolentas marcas de manos en las paredes, como la que vimos en el primer cuarto, pero más pequeñas. Sus peores miedos se confirmaron los meses siguientes de aquel 2017 cuando, después de la exhumación de los cinco cadáveres y tras insistirle a la Fiscalía que había que seguir revisando el lugar, dieron con dos cráneos, uno de ellos, infantil. Bien, pues en ese cuadro de tierra oscura atrás de la casa, el 20 de febrero de 2020 pude distinguir el plástico de un chupón rosa cuando fui por primera vez al lugar. Yadira González Hernández, rastreadora de Querétaro —que desde hace casi 14 años busca a su hermano Juan— también lo vio, pero el martes 18, cuando ocurrió la primera búsqueda.
—Mira, ven, es que quiero saber si, este… ¿Verdad que es humano? —Yadira se acercó hasta Tranquilina, de Guerrero, hincada en el patio trasero de la casa. Tras confirmarle que sí era, dirigió la mirada hacia otra parte del suelo.
—¡Mira, ahí hay otro! ¡Otra vértebra! ¡Y acá también!
Yadira destacó rápido en la Brigada por su fortaleza y carácter. Ese martes, no obstante, se congeló al verse rodeada de pequeños fragmentos de hueso. Bastó con que la otra buscadora acariciara la tierra, para que de inmediato descubrieran restos óseos, la mayoría, calcinados y tan pequeños que una decena cabía en la palma de un guante o en un recuadro de papel higiénico. Pedazos, además, cercenados con sierra, de acuerdo con el ojo experto de la queretana.
—Y después, esos pedacitos de nuestra gente la revolvieron con restos o huesos de animales.
Dañados por el fuego, explica que resultará difícil poder extraer el ADN de las piezas que, en todo caso, acabarán destruidas en el proceso científico. La reducción total. Con suerte, de ser identificables, los familiares apenas recibirían un documento que significara la certeza de la muerte.
El lugar explorado seis veces siguió vomitando huesos.
Había hasta cenizas enterradas. La Fiscalía General de la República apenas se daría abasto, así que las buscadoras decidieron dedicar esa y otras dos jornadas posteriores a colar las cenizas del horno para identificar restos humanos. Son tantos que la pastor belga de la Policía Federal, Danisha, se saturara del aroma de la muerte y ya no puede seguir apuntando lugares. Por eso Yadira prefirió volver a enterrar un puñado de huesos que había sacado de un agujero. Creyó que los días, sumados a lo largo de los últimos dos años, no habían sido suficientes para comprender la magnitud del problema. Que éste lugar debería ser intervenido por años, porque con el simple roce de la mirada quedaban al descubierto los restos ennegrecidos.
Las buscadoras que no pudieron ir el primer día, supieron del rompimiento colectivo de aquella jornada. Durante los siguientes días me platicaron tímidamente que fue algo muy duro, un golpe bajo, un sollozo coral que no sucedió en el momento exacto para todas, sino que uno fue detonando otro y cada grupo tuvo sus instantes. No obstante, lo que sucedió en “La Gallera” se esparció como un hálito turbio y estremecedor entre todo el colectivo. “Fue un movimiento de sentimientos horrible”, recordó Yadira y resumió su experiencia en el lugar:
“La Gallera” es un campo de exterminio total.
Rodeada de fragmentos óseos, tuvo que decidir entre permanecer inmóvil o caminar y aplastarlos para poder salir. Quiso agarrarse de Tranquilina para impulsarse en un brinco, pero su compañera le hizo saber que, aún estáticas, ambas los estaban pisando. Entonces, cuenta que se rindió.
—Creo que te contagias, ¿no? Una vez que ves que uno se quiebra, pues los demás también, la mayoría.
Ya no quedaba más por hacer que llorar junto a Tranquilina.
Consulta la primera y tercera parte de esta investigación aquí:
La última palada de tierra, Parte I: "Hay más fosas que municipios en Veracruz"
La última palada de tierra, Parte III: descender al inframundo para recuperar a los desaparecidos