La última palada de tierra, Parte III: descender al inframundo para recuperar a los desaparecidos
El miércoles 12 de agosto te presentamos La última palada de tierra, Parte II: “La Gallera” es un campo de exterminio total. El jueves 13, te presentamos la última entrega de este trabajo de este reportaje de la periodista veracruzana, Violeta Santiago. Una investigación que describe a la cruda realidad de las fosas clandestinas y las “cocinas” al norte de Veracruz. Aquí podrás leer los hallazgos desalentadores y dolorosos de La Quinta Brigada Nacional de Búsqueda de Personas Desaparecidas. Acompaña a la periodista en este recorrido (que hizo entre el 7 y 22 de febrero de 2020) y que visibiliza el trabajo de las madres buscadoras y el terrible problema de desaparecidos en el país.
El día después de los hechos de “La Gallera”, el miércoles 19 de febrero, me reincorporé con la Brigada tras una ausencia de cinco días. Hubo rostros nuevos, colectivos que se sumaron en reemplazo de otros grupos, aunque observé que flotaba sobre nosotras una atmósfera desgastada y melancólica.
Alcancé al grupo en un rancho a espaldas de un fraccionamiento residencial al noreste de Poza Rica, apenas separado por un camino de tierra y una barda de concreto retacada de alambre de púas. Dentro del predio, algunas buscadoras descansaban bajo el techado de un comedero para vacas y otras trabajaban unos 150 metros al interior. Ahí, tras subir y bajar la accidentada orografía del terreno, tenían la certeza de encontrar restos de una “cocina”, pero apenas sacaron ropa, una constante durante la Brigada: aquí o allá donde se escarbe, se encontraban prendas.
En el camino del punto de búsqueda al sitio de descanso, Maricel me dijo que ya no creía poder hallar a Iván y todo parecía encajar. A dos días de cerrar la Brigada, mientras recorrimos un rancho en donde la tierra vomitaba ropa, finalmente exhaló, agotada: “Yo siento que ya no lo voy a encontrar nunca”.
Cuando hicimos un descanso, María de los Ángeles Ortiz repartió enchiladas para sosegar el hambre. Pregunté por el zacahuil, comida típica de la zona, pero contestó que estaba prohibido en el colectivo y comprendí que era por la referencia del horno de “La Gallera”. Pedí disculpa por mi desliz.
María de los Ángeles me contó que el 16 de marzo de 2015 desapareció su hijo Ángel Raymundo Castro Ortiz, de entonces 19 años, quien se encontraba en la Ciudad de México para grabar un disco de rap, pero que había vuelto a Papantla para visitar a su familia y ver a su novia. Partió en un taxi colectivo hacia Poza Rica y —según lo que ella investigó— fue detenido en el sitio de taxis por la Intermunicipal, a tres meses de que la corporación fuera desmantelada por Duarte. El sentimiento que permea en Maricel lo revive el resto del colectivo.
La voz de María se elevó una octava. También confesó que ya no creían poder encontrar a sus desaparecidos, luego de la confirmación de las “cocinas”. Habló sobre la inhumanidad y reclamó que, si ya tomaron vidas ajenas, por qué se empeñan en que no los encuentren, que bien podrían dejarlos en algún sitio para recogerlos y velarlos. Pero no es así y que no tienen una tumba donde llorar, así que nada más les queda poder hacerlo aquí, en los sitios donde buscan, porque no tiene idea de dónde quedaron.
En el centro del valle a nuestra derecha, un frondoso árbol de mango exhibía en su corteza los impactos de bala como cicatrices y únicos vestigios del horror que se extienden como niebla sobre Poza Rica y el norte de Veracruz.
Miguel Ángel Trujillo Herrera se tomó un tiempo para conversar conmigo. La confirmación de las “cocinas” se hizo a principios de la segunda semana de búsqueda y él comprobó al menos 12 sitios de 30 que le señalaron, puesto que por la escasez tiempo, no pudo recorrer todos.
—Nos dimos cuenta que los puntos que nos referían no eran fosas clandestinas, eran “cocinas”, todos se referían a “cocinas”. Cuando empezamos a avanzar con los rastreos, toda la gente nos comentaba que los deshacían en ácido, que los “cocinaban” .
En las expediciones de la avanzada descubrieron la presencia de tambos oxidados y bidones en áreas despobladas y sumaron testimonios tanto de presuntos “excocineros” como de pobladores como los de la Congregación de El Aguacate, en Papantla, que un día descubrieron que sus tambos de basura habían desaparecido y después los hallaron en el cerro. En este contexto, destacó que el auge de la industria petrolera entre Poza Rica, Tihuatlán, Coatzintla y Papantla fue lo que habría definido el uso de la cruel práctica por la abundancia de recipientes, combustible y la fácil confusión de una llama de desfogue de un campo petrolero entre la vegetación de los cerros con el ardor de una “cocina”.
—Si no tuviera Poza Rica ese contexto de que son puras “cocinas”, entonces todos los días hubiéramos encontrado restos humanos —explicó Yadira, después, la frustración de la Brigada al descubrir las “cocinas” y no tener hallazgos que los llevaran a la identificación de alguna persona.
Esa noche llegaría a mis manos la averiguación previa PGR/SIEDO/UEIAR/073/2011 en la que, el 31 de agosto de 2011, un hombre identificado como Karim M. C. rindió su declaración ante la Subprocuraduría de Investigación Especializada en Delincuencia Organizada (SIEDO) después de haber sido detenido por la Secretaría de Marina en un operativo exhibido en su página de prensa con el comunicado 279/2011 como un golpe a “Los Zetas” en Veracruz. Durante el proceso le encontraron una licencia de conducir falsa que, apuntaría en su declaración, la compró por 2 mil pesos en la oficina de Tránsito de Poza Rica.
Según el documento oficial, Karim trabajó de 1996 a 2007 en la Policía Intermunicipal Poza Rica–Tihuatlán–Coatzintla, pero renunció y se integró a Los Zetas en 2010 por un pago de 4 mil pesos quincenales y un vehículo para ser “halcón”, es decir, vigilar y reportar el movimiento de los militares. Un año después escaló hasta “jefe de plaza” de Poza Rica y se encargaría de vigilar la venta de narcóticos y el “cobro de piso” a quienes vendían piratería, con lo que sacaba casi medio millón de pesos mensuales, del que destinaba 386 mil pesos para distribuir entre mandos y oficiales de la Policía Intermunicipal. También calificó como “colaboradores” a la Policía Ministerial de Veracruz, elementos de la Policía Federal división caminos y un capitán del Ejército al que le pagaban la comida en un restaurante de la avenida 20 de Noviembre. “Es cuestión de investigar a los elementos de las corporaciones policíacas”, leí en su declaración firmada y con las dactilares al calce.
En la hoja foliada con el 610, el detenido mencionó explícitamente que las personas que su gente asesinaba eran calcinadas o “cocinadas” y luego expondría los puntos georreferenciados en donde realizaban esas prácticas: los ranchos de “El Palmito” y “Del Abuelo”, ubicados en la carretera entre Poza Rica y Cazones. Aunque durante el período del Presidente Felipe Calderón Hinojosa, los federales supieron de la existencia de esta práctica en el norte de Veracruz, jamás se hizo algo por detenerla.
El jueves 20, en la última tarde de labores de búsqueda en campo, “Afterlife” retumbó más fuerte camino a Papantla, mientras me despedía de los montes verdes y sus columnas flamígeras dispersas entre la maleza. “La vida después de la muerte, Dios mío, qué palabra tan horrible”, pensé.
“La vida después de la muerte,
creo que vi lo que sucede después.
Fue sólo un vistazo de ti
como mirar por una ventana
o un mar poco profundo”.
Se acabó la búsqueda y expondrán los resultados de la Brigada, el hallazgo de las “cocinas”.
De ahí la desesperación de Maricel y el sollozo de María. Jamás había visto una forma tan arrebatadora de incertidumbre. Es algo sumamente distinto a la muerte, porque la muerte incluso parece cálida gracias a la certeza que sosiega, diáfana frente a la desaparición que es toda turbiedad: alguien se ha esfumado y no tienen idea de si la vida alcanzará para volver a verle fuera de los pensamientos (y las fotos, las pancartas, las fichas de búsqueda) o, al menos, para llenarse de paz bajo la forma de una tumba.
Por eso, cuando alguien es desaparecido, lo experimenta dos veces: cuando se lo llevan y cuando le niegan a su familia la certidumbre de reclamarlo. Entonces se abren dos sepulturas invisibles: la de quien es buscado y la de quien busca. Es el sepulcro que añoran y en el que se sienten enterradas. Si la esperanza se liga a la fe de alcanzar algo que parece imposible, su símbolo se materializa en huesos desenterrados. ¿Cómo puede entonces haber una tumba sin cuerpo, sin huesos, sin restos?
“Oh, oh, oh, oh, oh,
cuando el amor se va,
¿a dónde va?”
Las “cocinas” descubiertas y confirmadas por la Brigada arrebatan la idea de una tumba y sumerge a quienes buscan. Muerta en vida, así se definió María Ortiz con los ojos lacrimosos. Muerta por un dolor muy grande y ya muerta, sintiendo ahora que muere todavía más.
—Es como si me hubieran echado la última palada de tierra.
“Oh, oh, oh, oh, oh,
sabemos que se fue,
¿a dónde se fue?
¿Y a dónde vamos nosotros?”
Pero Maricel dijo que, a pesar de todo, seguirá buscando. Aún descompuesta del golpe después de confesar en el rancho que no encontraría a Iván, casi inmediatamente se aferró al deber de seguir buscando a los demás.
El viernes 21 de febrero partí con la lluvia que auguraba una mañana fría en Papantla. Me despedí de Maricel, quien me alojó en la Casa de la Iglesia. De alguna manera, noté que la fuerza que parecía haber abandonado días atrás, a la mujer de cortos cabellos ígneos, se instaló de nuevo discreta entre sus gestos.
Unas semanas después, la pandemia por la COVID-19 frenó severamente la labor de las rastreadoras mexicanas. No temerán por el desabasto de cubrebocas, por su labor ya cuentan con piezas reutilizables de tela, incluso con frases impresas como “#HastaEncontrarlos”. El problema es que no podrán salir y saben que si no escarban la tierra, nadie más lo hará por ellas.
“Sólo es vida después de la muerte, contigo”.
El 25 de mayo, a poco más de tres meses después de los resultados estremecedores de la Quinta Brigada y el día que se cumplieron nueve años de la desaparición de Iván Eduardo Castillo Torres, Maricel reafirmó la promesa que repitió cada día desde la última vez que lo vio y comenzó a caminar con su fotografía en mano.
Pareció más convencida que nunca a descender al inframundo para recuperar a su hijo y los de sus hermanas de dolor, una Orfeo indispuesta a mirar atrás para que su ser amado no desaparezca de nuevo.
—Hijo, donde quiera que estés yo te sigo buscando. Le he dedicado nueve años de búsqueda. Gracias por darme el mejor tiempo de mi vida… Yo voy a seguir luchando por ti hasta el final.
Consulta las primeras dos partes de esta investigación aquí:
La última palada de tierra, Parte I: "Hay más fosas que municipios en Veracruz"
La última palada de tierra, Parte II: “La Gallera” es un campo de exterminio total