Steve Nash, o el arte de la asistencia y la obsesión
"Cuando alguien te dice que esto no va a durar para siempre, da miedo. ¿Qué hice yo? Permanecí obsesionado. Me puse objetivos. Trabajé. Soñé". Así se despidió Steve Nash de las duelas. Sin tumultuosas conferencias de prensa o un dramático y lacrimógeno discurso en la arena, frente a los fans. No, no hubo parafernalia. Solo un tuit, una foto con su hija, feliz, tranquilo, y una columna para el "Player's Tribune". Tal momento debía ser íntimo. Desde el sosiego de la postrimería, sobre los recuerdos de lo que algún día fue, un hombre realizado y conforme dice adiós. No hay necesidad de más.
Steve Nash fue uno de los mejores bases de la historia de la NBA. De Johannesburgo para el mundo. Su familia voló con él en brazos de Sudáfrica a Canadá para no convivir bajo el manto del apartheid. Obseso del futbol (su padre era futbolista), se dedicó a jugar basquetbol cuando se dio cuenta que tenía aptitudes para ello; la más importante: clarividencia. Asombró a Estados Unidos cuando jugó para la Universidad de Santa Clara, hizo sus 'pininos' en los Suns, cavó los cimientos de la potencia que son los Mavs hoy día y cuajó con Nowitzki una dupla entrañable que, de no haberse atravesado Phoenix, habría dominado la NBA, como el tridente de San Antonio, que sí sobrevivió los embates del mercado.
En su segunda etapa con los Suns, fue la batuta de Mike D'Antoni. Asistencias por doquier, triples por racimos, y nunca una palabra de más. Cayó en dos finales de Conferencia, no obstante. Recaló en los Lakers, donde su cuerpo no soportó más. Que Steve Nash no tenga un anillo es una de las grandes injusticias de este deporte.
A los 41 años, Steve Nash dijo adiós. Lo hizo en conjunción con su esencia: la obsesión por las formas. Como obsesionado fue para encontrar un resquicio inimaginable, o inventar espacios donde no los hay. La obsesión no bastó para un anillo de la NBA, pero sí para figurar un legado imborrable.
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Lalo López
@Fmercu9
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