El duelo, la venganza y la pasión: el ojo de Kieslowski
Si alguien no le tenía miedo a los proyectos sumamente ambiciosos era el director polaco Krzysztof Kieślowski. "No soy un artista", decía, "soy nada más un artesano". En efecto, fue gracias a su precisión, paciencia y ojo minucioso que el director se encargó de dejar un legado imborrable en la historia del cine. El director falleció un 13 de marzo de 1996, poco después de terminar lo que muchos consideran su obra maestra: Trois Couleurs o La Trilogía de los Colores. Esta saga se inspira en los tres ideales de la revolución francesa —libertad, igualdad y fraternidad— y se deja conducir tanto narrativa como visualmente por los colores que la simbolizan.
Tras estudiar en la Escuela de Cine y Teatro de Łódź en Polonia, Kieślowski comenzó a adentrarse en el cine haciendo documentales. Se lanzó al mundo de la ficción en 1976 con su primer largometraje, La Cicatriz. Sin embargo, no fue sino hasta 1980 que hizo evidente su compromiso cinematográfico y lanzó su famosa serie televisiva: El Decálogo. En esta serie de diez capítulos, Kieślowski medita y reflexiona de manera moderna los diez mandamientos del cristianismo, dotándolos de un sentimiento religioso traducido fílmicamente de manera magistral.
En años siguientes, Kieślowski continuó grabando consistentemente películas excelentes, como La Doble Vida de Verónica y Blind Chance. Pero no sería hasta unos cuantos años después, en 1993, que le daría vida a la primera de las tres películas que constituyen su magnum opus.
Liberté
Azul narra la historia de una mujer parisina que pierde a su familia en un trágico accidente automovilístico. Con una actuación brillante por parte de Juliette Binoche y Benoît Régent, Azul logra transmitir fielmente el vacío que deja una pérdida y la odisea sentimental que supone superarla. Además, el film muestra el profundo anhelo de la protagonista por su pasado, así como la lenta progresión hacia un futuro que se vislumbra sumamente fracturado. Azul retrata una íntima dualidad entre color y discurso, pues logra superponer ambas en una sinestesia sumamente visceral. De esta manera, la película no solo es azul en escenificación sino también en sentimiento, lo cual provoca que resulte inevitable separar la nostalgia y la tristeza del color que más las representa.
Égalité
El más vertiginoso y ágil de los tres relatos, Blanco, se aleja de París para presentarnos los fríos paisajes nevados de la Polonia natal de Kieślowski. Zbigniew Zamachowski y Julie Delpy encarnan a los personajes que nos llevan por esta comedia trágica. En esta obra se narra la historia de una mujer que abandona a su marido por insatisfacción sexual, lo cual empuja al protagonista por un camino de reivindicación más parecido a la venganza que a la reconciliación. Ante semejante acontecimiento, el protagonista regresa a Varsovia oculto en una maleta y vive las más extrañas peripecias para lograr recuperar a su mujer. Blanco es irónica y retorcida a momentos, pero también logra ser muy conmovedora gracias a sus personajes tan humanos.
Fraternité
El cierre de la trilogía y la última película que haría el director. Rojo se desenvuelve en la ciudad de Ginebra y narra la forma azarosa en la que se cruzan las vidas de una mujer y dos hombres. Irene Jacob, una favorita del director, protagoniza esta historia de incomunicación y soledad. La inocencia y calidez del personaje de Jacob contrasta con la actuación magistral de Jean-Louis Trintignant, cuyo personaje es aislado y frío. Con un cierre perfecto con guiños a las dos películas anteriores, Rojo prueba una vez más la maestría de Kieślowski para hilar las vidas de sus personajes con una sutileza excepcional.
La genialidad visual de la trilogía se ve potenciada por una banda sonora brillante, compuesta por el sueco Zbigniew Preisner. Preisner estudió Historia y Filosofía en la Universidad de Cracovia y, curiosamente, jamás pisó una escuela de música. Su formación es completamente autodidacta, con un método que consistía en escuchar obsesivamente piezas musicales para posteriormente, de puro oído, componer sus propias canciones.
Kieślowski consigue con esta trilogía un balance difícil de lograr: pese a la profundidad intelectual y maestría cinematográfica que manejan sus películas, éstas no dejan de ser accesibles y disfrutables para todo tipo de espectador. Así pues, Kieślowski nos regala tres retratos crudos y sinceros de vivencias que evocan distintas emociones, muchas de las cuales hemos experimentado. La obra de este mítico director genera una profunda empatía en su público y Trois Couleurs, en particular, ha dejado una huella no solo en la historia del cine, sino en todo aquel que se haya adentrado en el gran rompecabezas que creó Kieślowski como último proyecto.