Ahora que desapareció de la faz terrena Gabriel García Márquez recordé la ocasión aquella en que, atónito, escuché la voz de Pablo González Casanova para avisarme que yo había obtenido el Primer premio Lya Kostakowsky (1993): “¿Y siempre usted ha vivido en Torreón?”. Mi respuesta afirmativa descolocó aún más al ex rector de la UNAM: “sí, siempre”. Me dijo: “Le aviso que ganó el Premio Lya Kostakowsky”. Yo había enviado al concurso, bajo el seudónimo Zaachila, mi Luis Cardoza y Aragón: Las ramas de su árbol. El jurado estuvo integrado por Carlos Fuentes (entonces ya Premio Cervantes), Gabriel García Márquez (entonces ya Premio Nobel) y Eduardo Galeano (bástale el solo nombre por encomio). Recuerdo que cuando vía telefónica conversé con Felipe Garrido me dijo, no sin asombro: “¿Te das cuenta que te ha premiado el mejor jurado del mundo?”. Tenía 33 años y, si no me apoyo en la humildad –que consiste en saber que somos, seremos polvo-, me hubiese vuelto loco. Por eso digo: ¿conquistaré algún día un Premio con un jurado de mayor hidalguía o prosapia? ¡Por supuesto que no! Confieso que al año siguiente de la obtención de aquel galardón viajé a la ciudad de México para asistir a la ceremonia de premiación de Carlos Rincón. Me acerqué para pedir un autógrafo a Gabriel García Márquez (jamás había contado esta anécdota) y me dijo: “Tuviste suerte porque hoy no he escrito nada: sí te puedo firmar el libro. ¿Cómo te llamas?” Le respondí: “Gilberto Prado Galán”. Y el Gabo me replicó no sin retranca irónica: “Me suena ese nombre”. Luego le dije que él me había premiado en la edición inicial del Lya Kostakowsky. Por supuesto, me dijo: “me acuerdo perfectamente”. A esto se reduce mi intercambio verbal con el autor de Cien años de soledad. Jamás lo volví a ver y jamás crucé palabras con él otra vez.
Sólo hoy puedo contar mi único encuentro con un Premio Nobel de literatura que gozó del galardón nada menos que 32 años. ¡A celebrar el oro de la vida!