Mutek Ambience, bienvenido al vuelo

Fotos: Paulina López Abrimos la puerta y como protocolo de bienvenida nos recibe la presión de algunos sonidos densos, una cortina situada en cada rincón del BlackBerry. Los ahí presentes, reflejados a través de sombras mezcladas con matices en rojo, se regocijaban por la terapia de sanación de Rafael Anton Irrisari.

Con siete discos, Rafael es un músico en búsqueda de ambientes desde 2007. Artista que detona las capacidades sensoriales a través de sus sonidos, penetra en cada ser con fría y conmovedora nostalgia, su ejecución de anoche lo podría sustentar. Sus piezas permanentemente recalcan un despegue infinito, como una sensación de despertar sin fin alguno.

De pronto, podemos parpadear, los matices en rojo se realzan y la pausa entre artistas permite pasear la mente. Es evidente que la música exhibida lleva irremediablemente a la introspección, una terapia de ambiente sonoro que incita al debate íntimo. De pronto, las luces nuevamente se van, llegan más sonidos, ambient más estridente y sombrío.

Tim Hecker trepado sobre el templete, y las tonalidades que se posan sobre él van a negros. La semiosis sugiere campo suelto para Tim, quien mostró trabajo de inicios de su carrera ya para el final de los 200. Lo fascinante del ambient recae en los procesos creativos que rasgan la profundidad del autor, aunado a los métodos de creación. Bondadosa y artesanal condición para quienes crean ambientes desde el siglo XX, pues los métodos análogos guardan su textura, lo que los vuelve genuinos.

The Orb lo entienden desde ese punto, aunque no los exime de interactuar con nuevas plataformas para la creación de sonoridades. Lindo y versátil camino del productor. Las aclamaciones aparecieron, y aunque el curso de la sesión hasta ese punto estuvo cobijado por una cortina con brisa fría, Alex Paterson y Thomas Fehlmann inyectaron una dosis de tibieza en forma de gestos y saludos.

Frente a ellos se alcanzó a distinguir un árbol a escala, aunque la percepción de varios infería champiñones enormes. Al lado de aquella fauna, una figura lúcida. Gesto hidropónico para una selección que, sabíamos, se encaminaría a terrenos de percepción amplificada. Ellos bajo atuendo  casual, playera para Alex, cachucha y sudadera para Thomas. Cincuentones que todos quisiéramos de tíos.

Comenzaron lentos, se notaban intencionalmente aclimatados por la estela del acto anterior. Encontrarse inmerso dentro de aquella sesión fue, además de un tren sin rumbo fijo, una cámara atemporal. Muchas de las piezas de The Orb le pegan a los ocho minutos de duración, dentro de aquella terapia varios no estuvimos sujetos al tiempo, solo nos dejamos llevar por su caudal de resonancias noventeras.

Reversiones a “Plateau” hechas delirantemente por alguien llamado All Hands. Prodigiosa referencia: todo el mundo aportando sus manos para generar una melodía en medio de la noche. La versatilidad del dúo fue bien recibida, de primera instancia algo de paranoia tras escuchar aleatoriamente trenes, mugidos de vaca o la voz de Lee Perry, paulatinamente entraron en algo más festivo. Entre ese viaje aparecieron, aunque incrementados de bpm, los acordes de “Little Fluffy Clouds”. Acto seguido, endorfinas.

Ambience fue de “clavadez” sonora, introspección, despegue permanente, armónico, capas de sonido densas, cremosas e impenetrables para la subversión mental. Entrar por la noche en aquel espacio fue sinónimo de inducción, posesión que quedó a cargo de tres actos categóricamente apreciables, que nos hizo pensar en el sonido y su infinitud.

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