Cuando la enfermedad viene mi razón decrece a niveles insospechados de rabia, soy capaz de cometer arrebatos, de salir por la carretera en espera de que un trailer me pegue de frente. La rabia se me va en contra, pero nunca hasta ahora se me ha ido en contra un trailer. La rabia se contiene.No sé si dar gracias a dios por haber contraído la enfermedad. Cada vez que se intensifica me vuelvo compulsiva, en mi fase célebre tiendo a convertirme en una megalómana. Es decir, a veces la enfermedad me gusta, genera impulsos acelerados, me gusta la velocidad. Mi vida dio un giro importante cuando todo me empezó a valer un pito; me empezó a valer un pito ser una niña, ahora me vale un pito ser una mujer. Adquirí la enfermedad en la playa, una playa casi deshabitada donde hay una laguna. Mi padre nos enseñó a nadar desde temprano y con métodos inusuales; a los cuatro años me llevó mar adentro, y me arrojó ahí, advirtiéndome que nada pasaría si seguía las instrucciones al pie de la letra: sin miedo. El tiempo que permanecimos ahí fue prolongado, un tiempo en que los martirios de la nana desaparecieron y la vida se llenó de momentos felices, de sol y kilómetros de arena. Sin embargo, la felicidad no es algo tan digno de contarse como el momento en que adquirí la enfermedad. La playa y sus escasos habitantes deja de importar; se convierte en el escenario de la catástrofe.
Una moto acuática golpea la cabeza de dos niñas, la primera muere y la otra queda en coma. El cerebro de la pobre niña se esparce por el agua. La cabeza del conductor golpea contra el árbol que está a la orilla de la laguna y también se esparce.
Ahí fue donde adquirí la enfermedad que me lleva a repetir siempre, constantemente, el golpe. La playa en diferentes modalidades de golpes, rítmicos, violentos, genocidas, golpes de punta, de yema, de cabeza, de tambor, de bala.
Cuando salí del coma fui a vivir a una casa donde había un patio grande con la hierba un poco crecida, en esa casa estaba mi papá y supe perfectamente quien era, puesto que hacía a penas un segundo –el segundo que antecedió a mi coma- lo había visto alejarse en una lancha con rumbo contrario al mío, con él todos mis hermanos y mi madre se despiden alegremente, mi madre con una sonrisa insistente.
La hierba crecida aparece justo después del abrigo de la abuela, que me lleva en las piernas camino a casa, después del coma. Luego una recámara con pegotes.
Dentro de esa casa ocurre que la enfermedad encuentra una bandita de amigos perversos, que la alimentan con una concupiscencia arrogante e irresistible, que le da a los golpes un ritmo tropical, sin perder su trozo latente de muerte. Así, una tragedia sucede a otra: cuando el padre tiene que salir huyendo nuevamente y se ausenta largos meses, el hijo viola a la abuela y los soldados a la hija, y a la esposa, también a la madre. Después de ser violada la madre recibe un impacto en la cabeza y queda en coma durante varios meses, luego, en vista de un marco sórdido, la familia decide, simplemente, asfixiarla con una almohada. Durante estos meses de vegetación, la abuela sigue siendo violada por el hijo, sin que la esposa pueda evitarlo, todo este escenario es fielmente captado por las cámaras de todos los sobrevivientes, excepto la del padre, que estaba retirado en la selva, esperando que llegaran; nunca llegaron y nadie llegó a la casa después del sepelio de la abuela, salvo él; con su cara azorada de junior que se metió en problemas por andar jugándole al tonto. Lo que quedaba era una bella esposa recién violada, una hija recién violada, una madre violada y muerta, un hijo violador, otro enfermo, todos enfermos, siempre.
Los golpes en la playa siguen siendo el juego preferido de mi cerebro. Mi enfermedad, pues, ha adquirido una serie de amigos, amigos a los que va arrastrando como rémoras en su corazón, y que la van haciendo más pesada, a la vez más atractiva.
El principal síntoma se presenta como una playa candente, o fría, o luminosa; el lector puede imaginar cualquier hora a la hora del genocidio o del mambo, a la hora de la muerte o del sexo en la arena.
Mi padre tuvo que dedicar el resto de su vida a cuidar a una esposa traumatizada y a una hija cuyo histerismo pueril era mucho más insoportable. A partir de su regreso la vida comenzó a pintarlo como un absoluto pendejo: la esposa traumatizada lo pendejeaba, la hija histérica lo pendejaba, los amigos lo pendejeaban. Y todo porque aquellos cabrones no fueron a buscarlo. Su vida de aquí para el real sería lo mismo; hermanos peleándose. ¿Para qué evitarlo?, si en el mundo todo era hermanos peleándose. En la selva no había pasado absolutamente nada mientras que en su casa se desataba la catástrofe.
De cualquier modo siguió huyendo a diferentes puntos del país, yo nunca supe porqué, sólo supe que mi madre no podía evitar las peleas de los hermanos, ni podía cuidarme, con lo hosca que era.
Por segunda vez en mi vida tuve que pasar varios meses en la ranchería donde vivía toda la familia de Concha. Ahí había un número sorprendente de niñas que escribían las primeras letras de todas las palabras –mayúsculas y minúsculas-, con rojo. Ahora pienso que la alfabetización hizo un verdadero milagro sobre aquel escenario de miseria. A todas les había tocado vivir asuntos tan sórdidos como los que caracterizan esta historia. Una noche en la ranchería de Concha unos tipos se metieron con rifles y mataron a un niño y a sus papás, mientras yo me ocultaba (con un grito contenido que vino a enriquecer enormemente el tema de la playa) bajo la cama.
Cuando regresé a casa mi padre y mi madre me recibieron todavía en coma, este coma fue breve. El asunto se mantuvo en mi memoria como un condimento punzante.
Llegó un momento en que los comas se volvieron acostumbrados. ¿Cómo eran los comas?, divertidos saltos sobre la masa encefálica de la abuela, saltos de memoria que una vez alcanzada la pubertad terminaron llenándose con episodios de sexo y baile.