La paradoja citadina: mixofilia y mixofobia
“A pesar de los cambios que una ciudad pueda tener a lo largo de su historia, y sin importar qué tan drástica pueda ser su transformación en cuanto a la estructura espacial, el aspecto o el estilo, una característica permanece constante: las ciudades son espacios dónde los extraños viven en proximidad unos de otros.” Así comienza Zygmunt Bauman el capítulo de su libro “Ciudad de miedos, ciudad de esperanzas”, en el que habla sobre la mixofilia y la mixofobia. Bauman argumenta que estos dos factores son parte de la vida diaria en las grandes ciudades; la atracción magnética que se genera entre individuos (mixofilia) así como el repele natural ante el otro, el extraño (mixofobia), son sentimientos que, paradójicamente, coexisten dentro de todos los habitantes de una gran urbe.
Sin embargo, ¿hasta qué punto los elementos externos contribuyen a la propagación ya sea de la mixofilia o la mixofobia, y hasta qué punto las divisiones naturales internas de una ciudad funcionan como barreras que segregan tanto física como psicológicamente?
Las grandes ciudades siempre han funcionado como imanes gigantescos ya que ofrecen un particular estilo de vida y una diversidad de actividades, experiencias y oportunidades que difícilmente existen en poblados pequeños. Aquí los desconocidos se encuentran y viven en constante proximidad. Sin embargo, la naturaleza masiva de las ciudades inevitablemente genera una segregación interna, dónde unos serán considerados como extraños. Esos, los otros, son los que el mismo sistema económico ha dejado fuera del margen; la gente que viene de comunidades rurales, los de otras clases sociales o los migrantes. Por esta razón, en las grandes urbes, se respira un ambiente tenso que se inmiscuye hasta los más profundos rincones, dejando así una ciudad con zonas como arquetipos de peligro.
El concreto usado para edificar estas megalópolis es el mismo usado en los muros que dividen sus distintas regiones. La arquitectura y la urbanización están al servicio de una guerra invisible entre los diferentes cúmulos de personas que conviven dentro de una ciudad. Las vallas no solo separan el territorio, delimitando lo público de lo privado, también fungen como barreras que mantienen a ciertos sectores “fuera” de la inquietante vida de las ciudades y “dentro” de un aparente oasis de calma y seguridad.
En la Ciudad de México tenemos un ejemplo muy claro: Santa Fe. En los 80’s el pueblo de Santa Lucía fue golpeado por el proyecto de desarrollo económico y urbano del poniente. Desde la SuperVía se ve una diferencia palpante; de un lado, el pueblo de Santa Lucía, con discretas construcciones y un alto índice de pobreza e inseguridad. Del otro lado una de la delegaciones más ricas de la Ciudad de México, repleta de grandes edificios, viviendas residenciales y centros comerciales.
Y el problema no es solo de muros y seguridad; también entra la planificación vehicular y escasez de transporte público. De acuerdo con datos de la Asociación de Colonos de Santa Fe, durante el día se convive hasta con 350.000 personas, pero solo un 15% son residentes de la zona. Las vías de acceso a esta zona son muy limitadas; aun utilizando la SuperVía el tráfico durante las horas pico es bárbaro, y si esto ocurre con una vía “rápida” y de paga no cuesta mucho trabajo imaginarse lo difícil que puede ser movilizarse por las vías públicas.
Hoy el 50% de la población vive en zonas urbanas y se estima que para el 2050 aumente al 66%. Es imposible escapar de sentimientos como la mixofobia y la mixofilia cuando se vive en un lugar como éste, sin embargo vale la pena repensar ciertas ideas que tenemos respecto a los lugares que habitamos. Puede que para nosotros sean espacios de seguridad y confort, pero a la vez estos mismos espacios pueden estar contribuyendo al creciente problema de desigualdad en nuestra ciudad.