Se afirma con total naturalidad que las letras de Juan Rulfo, desde el lenguaje de su Jalisco profundo, quebraron lo que se conoce como la novela revolucionaria, que los personajes de sus ficciones se desarrollan bajo un velo; entre el calor que le sigue al combate a pleno sol y la penumbra de la polvareda plagada de certezas, donde entre los murmullos o el silencioso llanto de la miseria, el aroma de la violencia aún se respira. Todas y cada una de sus interpretaciones a lo largo de las décadas parecen válidas, ya que más allá de lo escaso e insondable de su creación es Rulfo quien, junto con sus fotografías, se ha convertido en otro rompecabezas que se empalma completamente consigo mismo en un mito.
La inspiración de los rostros serios que dejaron las batallas en el primer tercio del Siglo XX causó una profunda impresión en el escritor tapatío. Se imaginaba a sus personajes sobre ese semblante etéreo que deja la impresión de ver la sangre. Estos eran los fantasmas que al escritor aquejaban por las noches, la angustia lo torturaba y ese mismo andar sobre sus memorias, con sus posibilidades sobre la tragedia, al escribir lo acongojaba; al borde de reflejar esta actitud solemne, que sólo con gestos escapaba del mutismo. Este pudo haber sido uno de sus muchos pretextos geniales para no volverle a ver publicar desde Pedro Páramo, en 1955.
Ocho años después anunció su próxima novela, La cordillera, en el diario Excélsior, y postergó 31 años la publicación de este libro hasta su muerte. Los motivos son tan ingeniosos como románticos; desde que su nueva prosa no alcanzaba la calidad de los dos libros que le dieron fama, que ya había escrito lo que tenía que decir o que su tío Celerino, el que le contaba las historias, ya había muerto. Sin embargo, se sabe por testimonios cercanos que había una razón ligada a su desazón que le impedía continuar ese proyecto; “había mucha sangre en ella”, le comentó alguna vez al intelectual ecuatoriano Benjamín Carrión. De lo poco que supimos del tiempo invertido en este trabajo nos llegó a los lectores con la publicación de Los cuadernos de Juan Rulfo, en 1998 por editorial ERA. Nunca dejó de escribir, solo de publicar y al igual que Ozumacín o La Chinantla, otra novela de la cual se tienen solo fragmentos sueltos, inconclusos, imposibles de publicar, La cordillera deja la duda de la introspección que guardaba su silencio y su congoja.
Y a eso nos enfrentan las letras de Rulfo, no sólo a la grieta en el suelo infértil de una lectura seca, llena de sustantivos que nos permiten darle la tonalidad ocre que nos provoque el mismo ocaso de la soledad de las veredas y los matorrales, también a los excesos y a contemplar nuestras propias ruinas existenciales. Y aun criticado por trabajar por el gobierno, lo cierto es que en sus personajes carecen de discurso más allá de las pasiones humanas de un México de fuego que parece haberse extinguido y podría ser cualquier lugar. A menos que en el mejor momento de su lucidez una premonición de la violencia que sigue aquejando su tierra, le hubiera advertido la culpa de haber derramado más lágrimas, suaves pero agudas, sobre la hoja de papel completamente blanca, como La cordillera que lo atormentaba.
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