Honeyland: todo muere cuando mueren las abejas

Honeyland: todo muere cuando mueren las abejas

Honeyland, 2019. Neon.

Honeyland, 2019. Neon.

El cine documental constantemente se balancea sobre una delgada línea entre el arte cinematográfico y el rigor periodístico. Mientras las piezas de ficción permiten a sus creadores llevar a la pantalla paisajes alucinantes de realidades imposibles, el cine documental voltea sus ojos al imperturbable y gélido retrato de lo bello y lo terrible de nuestra realidad inexorable. Migración, racismo, fraude, cambio climático, violencia, pero también inspiración, esperanza, lucha. Los documentales nos ofrecen tremendos e irremplazables vistazos a los acontecimientos que moldean la historia de la humanidad y su paso por la Tierra.

En el caso específico de aquellos formatos que se centran en la vida silvestre y la imponente vastedad del planeta, los realizadores tienen la oportunidad única de posar su lente en contemplación, admiración o espanto frente a la grandilocuencia del planeta, sus maravillas, resquicios e insondables misterios. Además, representa una ocasión excepcional para desplegar su virtuosismo fotográfico. Y Honeyland, el documental macedonio de Tamara Kotevska y Ljubomir Stefanov, es un extraordinario ejemplo de ello, aunque en él dormita una brutalidad inesperada que trasciende la belleza de sus imágenes.

Honeyland abre con una toma exquisita del paisaje rural del municipio de Lezovo, Macedonia del Norte. Aparentemente desierto y predominante en tonos cálidos, sus colinas rocosas y troncos caídos ocultan una riqueza zumbadora que es fuente de alimento y fortuna. De este erario natural que habita en el corazón de la región, Hatidze Muratova es su diligente guardiana.

Honeyland, 2019. Neon.

Honeyland, 2019. Neon.

Con más de cincuenta años de edad, Hatidze permanece por horas bajo el ardor implacable del sol, atravesando valles, ríos y montañas, hasta llegar al borde de un risco —tarea no apta para acrofóbicos— de donde desprende una roca para revelar el escondite de una colmena de abejas salvajes. Con una minuciosa y quirúrgica destreza, Hatidze recolecta las celdas viscosas, que cuelgan como estalactitas color ámbar, con una devoción tal que solo alguien que ha sido instruida en una tradición tan noble y ancestral podría conseguir. En una especie de canasta hecha de varas y fango, se lleva consigo a la abeja reina y algunas de sus obreras de vuelta a casa, en la villa casi despoblada de Bekirlija. Ahí, en la amplitud de su jardín, retira el paño que las envuelve y las libera con una delicada sacudida, mientras les canta y las anima a revolotear a la luz de la puesta de sol.

Este prefacio idílico nos atrapa de inmediato por su candor y apacibilidad. No hay narraciones sobrepuestas ni inserciones de entrevistas. Tampoco el acompañamiento de una banda sonora. El lente de Kotevska y Stefanov, y la cinematografía de Fejmi Daut y Samir Ljuma, son los únicos vehículos de los que disponemos para experimentar la rutina insólita de esta cuidadora de abejas, arrojando sobre la ardua labor de la apicultura una luz especial, una visión casi mítica de una tarea tan modesta y austera como espectacular.

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Sin embargo, tal cual el panal alberga en su belleza el agudo dolor de cientos de aguijones, Honeyland lentamente y sin advertencia, punza al espectador con una realidad cruenta y dolorosa que rompe de inmediato con la fachada de poema bucólico. Esto no es un documental de National Geographic, Discovery Channel o mini-serie de Netflix.

A excepción de una escena a mitad de la historia, donde Hatidze nos mira directo a los ojos, en silencio, los protagonistas de Honeyland nunca interactúan con la cámara ni dialogan con los realizadores en ningún momento del largometraje, tampoco reflexionan sobre su entorno. Más bien, son “víctimas” de un ojo fisgón que observa sus hábitos, pesares, gozos y desdichas. Y lo hace de forma tan natural y sin pretensión alguna que la atmósfera se torna sorprendentemente inmersiva, al grado de crear la ilusión fílmica de ficción.

Esto no significa que la narrativa se sienta artificial o “montada”, mucho menos que no sea rigurosa en la precisión de su reporte. Más bien, sus personajes están tan delineados por la propia edición y el seguimiento omnipresente, sigiloso de la cámara, y su mensaje sobre la explotación de recursos y sus inevitables consecuencias es tan veraz y efectivo, que pareciera de pronto que estamos frente a una alegoría muy audaz, planeada desde el inicio para contener todas las moralejas necesarias para nuestra era, cuando, de hecho, éstas emergen por sí solas en una realidad que termina por superar a la ficción.

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La ausencia de explicaciones, infografías o entrevistas a cuadro impide que se rompa el encanto intimista de Honeyland. Los claroscuros de la noche, delineados por la luz de las velas, parecen retablos barrocos enamorados de las sombras, estampas de cualquier óleo colgado en un museo. No comprendemos del todo la labor de Hatidze desde un punto de vista técnico. Más bien, desciframos lo que hace gracias a las sutilezas que nos enmarcan Kotevska y Stefanov: la delicadeza con la que corta los panales y los posa sobre una hoja, la forma en la que usa el ahumador para evitar ser picada por sus protegidas, la determinación y pericia con las que construye sus reservas de miel en los huecos de los muros o, incluso, cómo rescata a una abeja que ha caído al agua.

Sin embargo, quizás el apunte más valioso y espléndido que se nos revela de su trabajo es el código ético bajo el cual se rige y gracias al cual mantiene el equilibrio, no solo entre ella y las abejas, sino entre la región y su intervención humana. “Una mitad para mí, una mitad para ustedes”, dice Hatidze a sus abejas, mientras reparte la miel entre sus aliadas zumbadoras y sus frascos para vender. Las arrugas de su rostro quemado por el sol, la precariedad de su entorno sin electricidad ni servicios sofisticados, y su relativa inocencia e ingenuidad, nos dejan claro que este es el único mundo que verdaderamente conoce y que ha aprendido a respetar y honrar a través de un balance “sagrado”.  

Pero justo cuando pareciera que Honeyland se queda solo en la exaltación y descripción de la disciplina de Hatidze, un agente de caos irrumpe en el retrato pastoril. La quietud de su cotidianidad, apenas ruidosa por el zumbido de las abejas, se ve perturbada por la llegada de una familia escandalosa de turcos y sus siete hijos fastidiosos. Una casa rodante, un tractor y su masivo rebaño de vacas rompen el equilibrio del microcosmos que custodia la apicultora.

Una cautelosa y desconfiada Hatidze presencia el arribo de la familia, asomada por encima de su muro colindante, lanzando una mirada que transmite tanto rechazo como desconcierto. Sin embargo, la generosa campesina pronto cae presa del encanto de los niños, incluso transmitiendo su conocimiento a uno de ellos, quien se muestra especialmente receptivo y maravillado frente a las abejas y enseñanzas de Hatidze.

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Pero el encanto pueril y la inocencia duran poco. Cuando el patriarca de la familia, Hussein, se da cuenta de que Hatidze sobrevive gracias al negocio que hace con su miel en la ciudad (a la cual se dirige a pie por horas), su ambición y necesidad de mantener a su gigantesca familia lo inician en su propia crianza de abejas, lo que termina por convertirse en un catalizador para el desastre. La desesperación y codicia de Hussein y su manejo poco ético y explotativo de las abejas, genera un contraste violento cuando se superpone a la devoción y nobleza con la que Hatidze realiza la misma labor. Desesperada, la guardiana busca persuadir al patriarca de la virulencia de sus prácticas, pero el turco desdeña sus advertencias y lo inevitable termina por condenar a la colonia.

Por supuesto, más de uno percibirá el paralelismo entre la necedad de Hussein y los escenarios a gran escala de la producción masiva industrial y su impacto en los ecosistemas y las especies. Sin embargo, aunque pareciera ineludible, Honeyland no cae en lecciones ni adoctrinamientos. Más bien, se niega a retirar la mirada de la brutalidad que captura, para así volvernos testigos de una inminente, aunque prevenible, devastación.

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Aquí es donde Honeyland trasciende su apariencia de “documental sobre vida silvestre” y se convierte en algo más potente y dolorosamente conmovedor, humano. Rasgo que se refuerza gracias a otro aspecto vital e imprescindible de su historia: la relación de Hatidze con su madre.

En medio del barullo de sus vecinos, los aleteos de las abejas y sus caminatas kilométricas entre montañas, Hatidze responde a una labor única: cuidar a su madre de 85 años, Nazife, parcialmente ciega y confinada a su cama. Entre confrontaciones, reclamos y una entrega desmedida de inmenso amor, las interacciones entre Hatidze y su madre juegan un rol formidable en la agudeza de Honeyland. La decadente salud de la anciana, sus sentimientos de “ser una carga” para su hija y su propia conmoción frente a los atropellos cometidos contra Hatidze son elementos narrativos tan entrañables como amargos que intensifican la experiencia arrolladora del documental, convirtiéndose finalmente en una cruda exploración de temas como la muerte, la soledad y el duelo.

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Hay una escena en Honeyland que la crítica de cine Fernanda Solórzano hace bien en notar: cuando Hatidze va al mercado citadino a vender su miel, se detiene en un local, con toda parsimonia y cuidado, a elegir un tinte de pelo que le acomode. Más tarde, en su casa y con ayuda de una cazuela, se lo aplica a ella y a su madre. “A todos les gusta lucir bien, incluso a mí”, dice Hatidze. En palabras de Solórzano, este acto de aparente vanidad “humaniza” a Hatidze y la “desacraliza” de aquella imagen exótica, rural y cuasi-divina que pareciera ganar en el primer acto, alejándola de “la otredad” y más bien, volviéndola cercana. En otra escena, Hatidze le inquiere a su madre porqué nunca aceptó a ninguno de sus pretendientes en el pasado. Nazife se desentiende y culpa a su difunto esposo. Estas acertadas viñetas de deseo y anhelo en Hatidze que conservaron los cineastas en el corte final, permiten que la mujer se nos presente, no como un personaje glorificado unidimensional, sino como un ser de piel áspera y rugosa, tan frágil y necesitada de estímulos y recompensas como cualquiera de nosotros.

Honeyland concluye en una nota desoladora frente a un paisaje invernal. Una vista perfecta para describir la esterilidad y gelidez de un mundo sin abejas. Pese a ello, Hatidze tiene un compañero incondicional: su perro Jackie, junto a quien contempla las montañas nevadas de Lezovo, con ojos vidriosos, antes de volver a su rutina y hallar esperanza en el deshielo.

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Luego de tres años de filmación de lo que inicialmente pretendía ser un documental financiado por el gobierno sobre la geografía de la región, y después de más de 400 horas de material grabado, Honeyland  se proyectó por primera vez en el festival de Sundance de 2019, donde no sólo encontró la aclamación del público y la crítica, sino que se llevó el Gran Premio del Jurado y el galardón a Mejor fotografía. Finalmente, en los Premios Oscar del pasado 9 de febrero, Honeyland recibió nominaciones a Mejor largometraje documental y, sorprendentemente, a Mejor película internacional, siendo el primer formato de su tipo en superar los límites de su género y ser considerado no solo documental, sino “película”, compitiendo codo a codo con fenómenos de la talla de Parasite en la misma categoría, aunque sin llevarse ninguno. Este acto insólito en los Oscar 2020 habla de la virtud del lenguaje fílmico de Honeyland que, a un tiempo, obedece al rigor periodístico, pero conmociona con la misma fuerza emotiva y artística que cualquier largometraje de ficción.

Cuando Hatidze sale a la insondable noche de Bekirlija, colmada de dolor, con antorcha en mano como atleta olímpica, lágrimas en los ojos y rodeada por los amenazantes aullidos de los lobos, su feroz grito de valentía para ahuyentar a “los demonios” nocturnos representa ese grito atronador de desesperanza, impotencia y horror que cualquier ser humano podría vociferar frente a la barbarie y la destrucción. Un grito que permanece aún después de abandonar la sala de cine y que hace de Honeyland una experiencia tan indeleble y maravillosa, como insoportable. 


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