Hannah Gadsby, la fulminante cómica que destrozó a Picasso y al canon tóxico del stand-up

Hannah Gadsby, la fulminante cómica que destrozó a Picasso y al canon tóxico del stand-up

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“Si acaso encuentran algo que los ofenda durante mi sección de chistes, por favor, recuerden que solo son chistes, incluso si se encuentran rodeados de personas que se ríen de algo que a ustedes les parece objetable. Solo recuerden la regla dorada de la comedia: si perteneces a una minoría, NO IMPORTAS. Es cierto. No me culpen a mí, yo no escribí las reglas de la comedia. Los hombres lo hicieron, cúlpenlos a ellos. Yo lo hago, es catártico”. 

Apenas corren siete minutos y medio del preludio del show más reciente de Hannah Gadsby, Douglas, (estrenado en Netflix el mayo pasado) y la comediante australiana ya ha lanzado uno de sus mordaces e inclementes dardos hacia el género al que ella misma se adscribe: la comedia. En 2017, su show Nanette la convirtió en un suceso global, sacándola de un relativo anonimato de quince años que la había alejado de los reflectores internacionales. Algo que sucede con frecuencia para actos que no se alinean a los preceptos del entretenimiento, como ella: una mujer lesbiana, mayor de cuarenta, autista, de talla grande, originaria de Tasmania —a la que la misma Hannah se refiere como “esa islita que sale flotando del trasero de Australia”— y que no repara en denunciar hasta los actos más cotidianos de misoginia.

El único atisbo que Gadsby tuvo de la comedia durante su infancia fue cuando su madre cambiaba de canal en cuanto aparecía un comediante en la televisión: “Para mi madre, el stand-up representaba dos cosas que no soporta: hombres que gritan y hombres que se creen graciosos. Eso fue todo lo que yo conocí de la comedia mientras crecía”. Sorpresivamente, y como sucede con un gran tramo de su ascenso al éxito repleto de paradojas, este hecho no alejó a Gadsby de sus aspiraciones cómicas. Si acaso, han sido las contradicciones las que han moldeado la carrera de la australiana. “Empecé mi carrera de stand-up a finales de mis veinte y a pesar de ser una mujer patológicamente tímida, virtualmente muda y con poca autoestima que nunca había tomado un micrófono antes, tan pronto puse un pie frente a la audiencia supe que realmente me gustaba el stand-up y yo realmente le gustaba a él”, aseguró en su TED Talk de 2019.

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Desde 2006, Gadsby comenzó a hacerse de una fama modesta en su natal Australia gracias a concursos televisados de comedia y una que otra aparición al lado de sus colegas standuperos. En 2014, su amigo Josh Thomas la invitó a actuar en su celebrada serie Please Like Me, que aborda la experiencia de ser homosexual y las crisis propias de la vida adulta, temas nada ajenos a las rutinas de Gadsby, en las que siempre ha dejado su impronta personal sobre los estragos de ser mujer y lesbiana en un mundo como el nuestro. Además, su formación universitaria como historiadora de arte y curadora le ha dado un giro fantástico y agudo a su perfil humorístico. En 2015, lanzó una trilogía de videos en su canal de YouTube llamada Renaissance Woman (Mujer del Renacimiento), donde analiza pinturas de la época con la destreza de una verdadera erudita, sin sacrificar nunca el humor.

Pero no fue sino hasta el arribo de Nanette en 2018 que Hannah Gadsby se convirtió, prácticamente, en una celebridad de Clase A. No que eso signifique que se le vea vistiendo alta costura en alfombras rojas, llena de lujos y excesos o que haya diluido su mordacidad tras una facha de socialite bien portada. Afortunadamente, ser autista le ha permitido preservar intacta su intimidante y tan celebrada franqueza, y su imagen sigue tan natural como en sus primeros actos en bares de Hobart, Australia, pese a que ahora es reconocida en las calles de Nueva York o invitada a shows nocturnos de todo el mundo.

Cuando el conductor noruego Fredrik Skavlan señaló como valentía la determinación de Gadsby para decir lo que piensa, la australiana lo corrigió: “No, yo creo que es el autismo”. Esta aparente “discapacidad” social es lo que le ha permitido transitar un mundo atroz y hostil. Incluso, asimilar su estatus actual de súper-estrella: “Nadie debería de sentirse cómodo con ser una celebridad. Es una experiencia tremendamente alienante. La gente te trata diferente y así es como te sientes todo el tiempo cuando tienes autismo. He tenido una vida entera de eso. Casi es una ventaja ahora”. 

Nanette le dio a Hannah la oportunidad de acceder a esta fama internacional en un santiamén, hecho que representa la contradicción más grande de su carrera, considerando que el mismo show que la convirtió en un fenómeno de la comedia pretendía ser, al menos para ella, su tajante y furiosa renuncia al entretenimiento.

“No hay nada más fuerte que una mujer rota que ha logrado reconstruirse a sí misma”.

Hannah Gadsby


Nanette arranca como un show vivaracho e inofensivo de stand-up en el que Gadsby echa mano de sus acostumbradas bromas ácidas, giros ingeniosos sobre hechos cotidianos y anécdotas incómodas sobre el descubrimiento —propio y ajeno— de su identidad sexual: “Tuve que irme de Tasmania tan pronto descubrí que era un poquito lesbiana. Uno siempre termina descubriéndolo, ¿no? Es más, ¡recibí una carta! Decía: Estimada Sr./Sra...” La audiencia estalla en risas. Sin embargo, detrás de esta broma aparentemente bien intencionada, dormita la amarga experiencia de Hannah de tener que abandonar su pueblo natal durante su juventud, en una época donde Tasmania debatía si la homosexualidad debía ser penada como un crimen o no. Aún así, Gadsby prosigue con los chistes.

Continúa sobre la vez que salió del clóset con su madre: “Su respuesta cuando le dije que era ‘un poquito lesbiana’ fue ‘Oh, Hannah. ¿Por qué tenías que decirme eso? No es algo que yo tenga que saber. Es como si yo te dijera que soy una asesina’. Aún es gracioso... Una comparación justa. Una asesina, ¡ASESINA! Ojalá solo sea una fase”. Las carcajadas explotan, pese a que acaba de desnudar una parte tremendamente personal de su salida del clóset, una en la que su madre comparó su homosexualidad con el homicidio. Precisamente, un crimen.

El carisma de Gadbsy es innegable. Las inflexiones de su voz, sus ojos brillantes y expresivos y su enérgica actuación en el escenario desdibujan los rasgos más dolorosos de su vida. Pareciera casi gratuito que pasajes tan duros de la vida de Hannah resulten simpáticos y digeribles bajo el reflector de la comedia. Pero no solo es el talento de Gadsby lo que hace que su dolor pase como material proclive a la mofa. Ha sido el canon mismo de la comedia el que ha permitido, por décadas, que los “anormales”, “raros” e “inadaptados” sean el objeto (que no el sujeto) de la línea final e hiriente de las rutinas de stand-up. La verdadera normalización de “los otros”, en la comedia, se ha dado a través de la humillación, no de la inclusión. Y bajo este precepto, los chistes sobre la homofobia en la vida de Gadsby se avalan. Pero un giro de tuerca está por llegar.

La verdadera brutalidad del show comienza cuando Hannah lanza la primera línea aguda de su inspirador y reformador manifiesto de la comedia, una declaración tan conmovedora como revolucionaria que llega sin previo aviso, una vez que han pasado las “bromas gay”:

He construido mi carrera a base de chistes de autodesprecio y no quiero seguir haciéndolo. ¿Saben lo que significa el autodesprecio para alguien que ya de por sí vive al margen de las cosas? No es humildad, es humillación. Hablo mal de mí misma para poder hablar, para pedir permiso de hablar, y ya no volveré a hacerlo. Ni a mí misma ni a nadie que se identifique conmigo”.

El golpe es brutal. Un knock out. Uno que inmediatamente deja en silencio por primera vez al auditorio de la Casa de Ópera de Sidney. De pronto, los chistes de minutos atrás ya no resultan tan divertidos, como la vez en que un hombre la golpeó por identificarla como lesbiana. Así, Gadsby toma su experiencia eminentemente personal y traumática, la reivindica y arroja al fuego todos los tratados, preceptos o reglas de la comedia que le han permitido convertirse en foco del escarnio, incluso de ella misma, con tal de hacer reír a la gente. Su propósito, en sus palabras, es invertir y “romper el contrato” que la comedia le impone con su audiencia. Ya no hay risas, solo tensión en el público. Ella misma explica que para que un chiste funcione, debe existir primero una tensión supuesta antes del remate liberador de la risa. Pero ahora, el público debe lidiar con su propia tensión e incomodidad. Gadsby no va a permitir que la risa desdibuje su historia.

Pienso que cuando te humillas en el escenario, no sólo te estás representando a ti, sino a quienes se identifican contigo”, comentó para Skavlan respecto a su decisión de renunciar al autodesprecio. “No creo que el mundo necesite a otra mujer burlándose de su cuerpo u otra lesbiana hablando de lo miserable que es. La gente que odia lo que tú eres y se ríe, no se ríe porque cree que seas graciosa, se ríe porque está de acuerdo con lo que dices de ti. No tengo problema en burlarme sobre cosas como ser rica, ¡soy muy rica ahora! Y no tengo problema en burlarme de que soy blanca, angloparlante, en fin, todas esas cosas que involucran cierto grado de poder. Pero no me burlaré de ser autista, o de ser mujer, o de ser gay, porque no sólo estoy hablando de mí cuando uso una plataforma pública”. 

“La gente se siente más segura cuando son los hombres quienes hacen los chistes furiosos. Ellos son los reyes del género. Cuando yo lo hago, solo soy una miserable lesbiana que arruina toda la diversión. Cuando ellos lo hacen, ¡son héroes de la libertad de expresión!”

Hannah Gadsby


La osadía de Gadsby sin duda ha ofrecido sus recompensas y no solo a ella, también a su público y a la visibilidad de las minorías dentro del contexto de la comedia, en un mundo obsesionado con el escarnio público como medio de entretenimiento. Resulta entonces que Nanette ya no es un simple show de stand-up, sino un suceso casi histórico, transgresor, necesario para el clima socio-cultural de nuestra era.

Pero Nannette no ha sido la única vez que Gadsby ha demostrado ser un verdadero ejemplo de disrupción dentro de la industria, usando a la comedia como instrumento de denuncia y no de amenidad complaciente. Ese mismo año, se arrojó contra una habitación llena de celebridades durante la gala matutina anual de Women In Entertainment, organizada por The Hollywood Reporter, donde incomodó visiblemente no solo a los hombres que se encontraban en el público sino a varias de las actrices invitadas. Su discurso de apertura en medio de un buffet fue así: 

“No hay nada a lo que un comediante aspire más que a tener una presentación durante un desayuno (ironiza), así que estoy muy dispuesta a no malgastar mi oportunidad. Y es por eso que he decidido usar este espacio para hablar sobre los hombres. Porque ellos necesitan más atención y quién mejor que yo para dársela. Específicamente, quiero hablar de los hombres buenos. (Aplausos del público). Van a arrepentirse de ese aplauso”, sentencia.

Continúa: “Encuentro particularmente irritante cuando oigo hablar a los hombres buenos de los hombres malos. Y esto es algo que los hombres buenos están haciendo mucho en este momento. Bueno… claramente no en este momento, no en este minuto, porque los hombres buenos no tienen que madrugar para tener una oportunidad de monologar sobre su opinión respecto a la misoginia. Ellos tienen la hora estelar en la televisión y los shows nocturnos”.

Soltar una bomba de ese tamaño en medio de un elegante desayuno dedicado a celebrar a las mujeres del entretenimiento y en medio del auge del movimiento #MeToo, debería haberle atraído los mismos aplausos que Nanette en Sydney. No fue así. No hay nada más agrio e igualmente heroico que manifestarse contra la opresión frente y dentro del mismo sistema que la ejerce. Pocos aplauden, otros —y otras— la miran con desconcierto. Ella sigue: “No se trata de que los hombres dejen de ser desagradables. Es más, los hombres no son desagradables. Rechazar la humanidad de una mujer no es ser desagradable, es misoginia”. Finalmente, los aplausos sobrepasan el silencio incómodo.

Gadsby hace énfasis en el tema de la misoginia también en Nanette, pero a partir de una formidable e inesperada visión respecto a la figura histórica de Picasso:

Pablo Picasso, ¡lo odio! Pero no se me permite. Lo odio, pero entonces recibes muchos comentarios de ¡Oh, pero el cubismo! Y sé que debería ser más generosa con él porque sufría una enfermedad mental, pero nadie sabe eso, porque no encaja en su mitología (...) Porque lo que se nos cuenta de Picasso es sobre este apasionado, viril, genio atormentado. Pero sí sufría de una enfermedad mental: sufría la enfermedad mental de la misoginia. Y se preguntarán, ¿es la misoginia una enfermedad mental? Sí, lo es, especialmente si eres un hombre heterosexual, porque odias aquello mismo que deseas. Y si creen que no era misógino, déjenme darles una cita del mismo ‘Pica-imbécil’: Cada vez que dejo a una mujer, debería quemarla. Destruyes a la mujer, destruyes el pasado que representa. Picasso se acostó con una menor y eso basta para mí. Marie-Thérèse Walter tenía 17 cuando lo conoció. Picasso tenía 42, casado y en la cima de su carrera”.

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Más adelante, durante el intenso y doloroso desenlace de Nanette, Gadsby vuelve a hablar de Picasso y del privilegio de los hombres blancos: “El error de Picasso fue su arrogancia, creer que podía conocer todas las perspectivas. Y nuestro error fue invalidar la perspectiva de una chica de 17 años porque creímos que su potencial nunca igualaría el de él”. Así, Gadsby destroza, no la obra de uno de los referentes artísticos intocables del siglo XX, sino su mito de grandeza o, como ella lo llama, su codiciada reputación. “Solo nos importa la reputación de un hombre, ¿y qué hay de su humanidad? Creemos que la reputación de un hombre es más importante”, sentencia furiosa.

En un ánimo similar, Gadsby repara también durante Nanette en un despreciable chiste noventero que pululó en todas las plataformas de comedia de la época: “¿Saben cuál era un chiste común en las rutinas cómicas de antes? Monica Lewinsky. Quizás si los comediantes hubieran hecho su trabajo correctamente y se hubieran burlado del hombre que abusó de su poder, entonces hoy tendríamos a una mujer de mediana edad con una cantidad apropiada de experiencia en la Casa Blanca, en vez de, como lo tenemos, a un hombre que abiertamente ha admitido asaltar sexualmente a mujeres jóvenes vulnerables porque puede”. La misma Lewinsky se identificaría en 2015 como “el paciente cero del acoso por internet”, denunciando los múltiples espacios del espectáculo y la prensa que se dedicaron a la vejación de su imagen a sus 22 años.

En una era en la que Ellen Degeneres —otra comediante que ha basado su éxito apelando a la representatividad lésbica y la generosidad— se encuentra en medio de una crisis mediática que parece exponer sus propios privilegios como mujer blanca norteamericana multimillonaria, además de que ha optado por ser una figura tibia en un momento de álgida discusión política, Gadsby se siente como una bienvenida y apasionante contraparte a su tibieza, urdiendo de forma inteligente temas necesarios y escabrosos para la sociedad en sus shows. Y como muestra, su más reciente Douglas, en donde se adentra en asuntos como los antivaxers, el mansplaining, los diagnósticos médicos erróneos, el prejuicio hormonal hacia las mujeres, la representatividad femenina en el arte y hasta lo “nefasto” que es golf como deporte masculino.

Así, Gadsby se presenta no como una bocanada de aire fresco en el paisaje de la comedia, sino como un merecido y súbito puñetazo en la cara. Y en un país como México, donde la mayoría del stand-up continúa siendo un espacio seguro para la homofobia, el machismo y los chistes de pedofilia, Gadsby nos ofrece una probada de la verdadera comedia intransigente, provocadora y audaz de nuestros tiempos.


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