Entre ajedrezados y galos: el glorioso final de la Copa del Mundo 2018
Guerra y paz: el escenario pintado por Tolstoi, sinónimo de las invasiones napoleónicas. Símbolo inequívoco de la literatura rusa y los canales por los que se rige cualquier actividad deportiva: el conflicto que hermana, paradójicamente. “Eres mi adversario, pero no mi enemigo”, dice una cita olímpica.
Moscú recibió en su batalla más importante a Francia, dos siglos después. Esta vez con otro rostro de la “Grand Armee”. Napoleón reflejado en catorce integrantes del conjunto galo: hijos de inmigrantes con miras a la conquista, en este caso, no sólo de Europa, sino del mundo.
Enfrente no estaba el ejército del Imperio Ruso, sino Croacia. Otra zona bélica; ésta con recuerdos grabados y presentados en televisión. Una de las extremidades desprendidas cuando cayó Yugoslavia. Un reflejo de lo que fue la Unión Soviética. La unidad esparcida en territorios. Identidades que se recrean de acuerdo al compás político de la zona.
El orden estaba claro. “Les Bleus” partían como el conjunto experimentado, poderoso, imparable. Justo lo que provocó que la derrota en 1812 fuera tan dolorosa y conflictiva en lo subsecuente para Napoleón. Caso similar a Didier Deschamps. Capitán que levantó el trofeo en el Stade de France en 1998, pero que ya había perdido una oportunidad histórica en la Euro 2016. Vencer o el exilio. Quizá la referencia valiera más con una final frente a Inglaterra, pero de haber perdido, Waterloo hubiese sido la imagen más adecuada para describirlo.
El partido comenzó y el diálogo kinestésico entre croatas y franceses tenía un vaivén que ninguno tardó en descifrar. Entonces, Antoine Griezmann, mariscal de campo de los galos envió un mensaje correcto. Una sonda de peligro a pelota parada y una “mala traducción” de Mario Mandzukic permitió que el ataque fuera certero. Francia 1-0 Croacia.
Entonces, la respuesta. Croacia respondió de la misma forma, con un tiro libre que bailó la pelota a lo largo del área y que terminó con un riflazo de Ivan Perisic. Los ajedrezados tomaron el control del partido. Aprendieron de la victoria rusa en 1812: rodearlos. Controlar la posesión. Sin embargo, faltó el arranque del incendio de Moscú: la puntilla. Maniataron a los “Blues”, pero no los ajusticiaron.
Dicen que las finales son reflejos inequívocos del Mundial per se y una mano en el área, revisada por el Video Assistant Referee (VAR), condenó a los croatas a un fusilamiento. Al paredón de los once pasos. De nuevo, Griezmann con la responsabilidad y no falló: 2-1 antes del descanso.
Entonces, ballet sobre el pasto. De pronto comenzó a sonar Tchaikovsky: la obertura que conmemora la caída del “petit caporal”: 1812. Año simbólico, igual que 2018. Páginas que van a los libros de historia. Sin embargo, esta vez parecía tener otro motivo. Los pasajes de la Marsellesa, que aluden a los galos tricolor, fueron la exaltación del mejor equipo de la competencia y los cañones fueron interpretados por Pogba y Mbappe, quiénes ajusticiaron en cuatro minutos una posible remontada: 4-1.
Sin embargo, el sello de la casa de enfrente es el de la lucha y en una jugada, quizá no tan inmortal por la poca consecuencia que tuvo, Croacia se puso a dos. O más bien, Hugo Lloris los puso a un par de anotaciones de conseguir el ansiado empate. Otra final en la que el portero reinventa la capacidad de una pifia.
Pero ahí quedó. Esta vez, no hubo sorpresas, derrotas inevitables. Fue un conjunto que se mostró bordando su segunda estrella en el uniforme desde el día uno. Finalmente, conquista. La obertura sigue sonando con el tema principal. Una marcha que hoy los campeones del mundo toman de Rusia como parte de su botín de conquista. La vergüenza se borró en la cancha. Ya no se ve a Napoleón regresando cabizbajo en su caballo, sino a veintitrés jugadores que pueden presumir el dominio del mundo futbolístico a nivel selección, por lo menos, los siguientes cuatro años. “Le jour de glorie, est arrivé”.