El ideal de la calma está en un gato sentado
Jules Renard
Animales de culto, asociados con el enigma y dueños de una saludable independencia que les permite ser queridos sin rayar en masoquismos estériles, los gatos han acompañado a los escritores: totémicos, misteriosos, callados, sensuales, seductores, a la hora del alumbramiento, de la creación literaria. Quizá T.S. Eliot pensó en Willamena, el gato de Charles Dickens, al proponer una tercera lista de nombres, la más valiosa e insustituible, en ese poema donde jerarquiza: nombres comunes como Pedro o Augusto, nombres menos comunes y arrancados de las páginas de la historia antigua, como Platón o Electra y, por último, nombres únicos, no parecidos a ningunos, como Quaxo o Bombalurina. Recomiendo El libro de los gatos habilidosos del viejo Possum.
Las gatas que conviven conmigo en casa se llaman Lila y Colosita (madre e hija), nombres sencillos, creo yo. Hay otros nombres más cercanos a las jitánjaforas nuestras, imaginadas desde Mariano Brull hasta Alfonso Reyes. No sólo han sido fuente de inspiración los numerosos gatos, también objeto temático, como The Cat that Walked by Himself de Rudyard Kipling o, si me apuran, como el celebérrimo “Gato con botas” de Charles Perrault, animal que cambiaba de pelaje en cada versión, en las diferentes lenguas a las que el cuento ha sido vertido. ¿Quiénes son nuestros gatos?, esto es, ¿quiénes son los gatos que han movido la voluntad de los escritores mexicanos? Los gatos que se pasean en las habitaciones de Elena Garro, los gatos de Octavio Paz, los de Felipe Garrido o Carlos Monsiváis: esos gatos catalizadores del amor, talismanes del acto sexual que es también un acto creativo: los felinos que caminan, con pasos funambulescos, en los cuentos de Juan García Ponce, gatos de culto, gatos que estimulan el estro, gatos que no dejan de mirarnos, cara a cara, en esa hora donde el amor reclama la consonancia de los cuerpos.
Columna escrita para Publimetro del viernes 22 de noviembre del 2013