por @ElRoyMT Con motivo de los lazos culturales e históricos entre la República Árabe Siria y Pocajú, fue nuestro deber asistir, el pasado viernes 21 de marzo, al concierto de uno de nuestros favoritos en la PKJU Internacional: Omar Souleyman. Fue un viernes surreal. A las nueve de la noche, el Centro Cultural del México Contemporáneo ya se iba inundando de sonidos altamente desconcertantes, y extraños. Se trataba de Las Brisas, un cuarteto chilango cuya experimentación sonora tenía a la gente bailando en el instante en que éstos se incorporaban en el recinto. Su sonido era como el ajetreo de una metrópoli tercermundista, sobrepuesto con un sabroso beat lounge de Ibiza. Te hace pensar en los 90s, y en robots. O en nada. Cada uno de los cuatro miembros manejaba una cacofonía especializada: Visuales con lineas rectas generando imágenes que en momentos parecían caras, y en otros, algún paisaje de ciencia ficción; Secuencias que le impregnaban el aspecto dance y club a la música; Sintetizadores que protagonizaban con su ruido, poco melódico, pero sumamente feroz; y una Voz distorsionada, que emulaba una de dos: un ferviente discurso político, o un espiritual llamado de rezo en algún rincón de la india. Al despedirse, la gente ya estaba sudando y lista para recibir a Omar.
A los pocos minutos, un hombre adulto, serio, medio panzón, se subió al escenario en donde lo esperaban un par de teclados. Los gritos y la aglomeración de la gente al frente del escenario fue in crescendo mientras el músico calaba el lugar con escalas exóticas. De pronto, a lo lejos, se escucharon llamados en un dialecto árabe. No entendíamos, pero lo que quedó claro fue que el ritmo repetitivo de los teclados y el misterioso Omar hipnotizaron a la gente al instante. El público se involucró, de repente, en un cabeceo lento e inevitable, que iba y venía. Justo después apareció el cantante, saludándonos como un niño asustado. Todos aplaudían al ritmo.
Lente Oscuro, Lugar Oscuro, Omar Seguro. Sus lentes tornasol y su indisposición por mostrar los dientes al sonreír, mostraban al cantante como una eminencia, como un icono digno de adoración. Sin embargo, la total entrega del público se tardo en llegar; durante las primeras canciones, el sonido no complacía a ninguno de los dos intérpretes en el escenario. Ambos volteaban a ver al ingeniero de sonido constantemente, pidiéndole que le subiera. Tras una gran cantidad de súplicas y sacudidas de cabeza en desacuerdo, los músicos recibieron el volumen que exigieron. Souleyman colocaba el micrófono debajo de su brazo izquierdo, apretándolo con la axila, y aplaudía. Todos en el lugar lo seguían.
Dado el contexto de la noche (el CCMC funge, de vez en cuando como salón de fiestas), el concierto se podía interpretar como una de esas fiestas de barrio pocajútas, parecidas a los quince años mexicanos, en dónde la mayoría de los que asisten –no todos relacionados a la festejada– acuden al evento sólo para ver el DJ set de uno de los chambelanes.
Ya que todo fluía con el sonido, un paisano que vestía un turbante en la cabeza se subió al escenario a lucirse con sus pasos de Medio Oriente. "Un Dabke muy mal bailado", fue la reacción del embajador cultural que me acompañaba. Pero esto no parecía importarle a nadie; en todos los rincones había alguien hipnotizado, cada quien tenía un buen espacio definido, y desde ahí le daba al meneo. Las mujeres sacaban sus movimientos de belly dance quién sabe de dónde, pero los bailaban con una singular enjundia.
Después Omar Souleyman y su amigo tecladista se fueron sin que nadie se diera cuenta. Silencio. Confusión. Suspiros.
Volvieron con esa electrónica visceral que rescató a cada uno de los oyentes, que se sentían desamparados y desilusionados por su repentina huída. Dicha reaparición fue una invitación para una pareja a subirse al escenario y dejar todo de sí. Después se les unieron más. Eran como quince. Se agarraban de las manos y bailaban en círculo. Una de ellas invitó a Omar a unirse, pero éste rechazo la invitación. Un personaje controversial en su país, un ente revolucionario, decidió provocar a la gente con su música exótica, pero no cruzar esa línea espiritual que no le permite a un hombre de su religión entregarse al pecado. Todo esto me lo cuenta el embajador cultural, mientras que me doy cuenta de que el concierto –con su música feroz, y su baile desenfrenado– es una paradoja. Ahí tenía a los mexicanos extasiados, queriendo no parar, un señor que tiene claras las líneas que ha decidido cruzar, y las que no.