La realidad virtual ya se está materializando en nuestra mente y pronto nos transportará a un mundo similar al Matrix, pero sin el peligro. Equipos de cascos (o mejor dicho, goggles) como el Oculus Rift, el cual fue presentado de manera privada en pruebas beta (está previsto tener lanzamiento oficial en el 2016), y el nuevo Hololens de Microsoft –presentado este año en el E3–, van a transformar la manera en la que jugamos videojuegos; pero hay quienes se cuestionan otras posibilidades para esta tecnología emergente.
Recientemente, en la película llamada Good Kill (Dir. Andrew Niccol, 2015) la cual protagoniza Ethan Hawke, se cuestiona el uso de la tecnología de realidad virtual como un arma. Un arma que el portador puede usar para lastimar a otros, sin sufrir daños propios. La película se basa en hechos reales, los cuales hoy en día siguen de pie; los drones que se utilizan en el medio oriente en países como Siria, Afganistán, Irak y los alrededores. Para eliminar una fuerza enemiga, sólo basta con lanzar un pequeño avión armado hasta los dientes y soltar un infierno sobre las cabezas del enemigo. El piloto queda intacto. Claro, esto apenas está empezando. De cierto modo, utilizar a personal de manejo remoto como los pilotos de drones, es equivalente en cuestión de oficio a los demás controladores, ya que todos los soldados y técnicos juegan un papel crucial en el campo de batalla. Pero si algún día simplemente se mandan robots a la guerra y los soldados se quedan en la computadora como si fuera Call of Duty, ¿Qué se hace?
¿Acaso cuenta como guerra? Dos bandos utilizando máquinas para pelear, ¿sin muertes? La triste realidad es que no. Parte de “ganar” una guerra es hacer sufrir al oponente. Más muertes, más miedo. Más miedo, más probabilidad que se rinda el otro. Si las guerras se dieran completamente con robots y drones (sin muerte humana), no sería más intimidante que un adolescente de quince años gritando obscenidades por el micrófono. Ahora, existe otro dilema. En sí, la violencia es horrible y la guerra no debería existir. Pero por lo menos tiene que ser justa. Desde la invención de la pistola, la guerra se ha convertido en un juego de ¿quién dispara primero? Ya no es una ceremonia a la cual se preparan dos o más grupos para entrar en combate. Ya no existe el trompetazo y el discurso valiente del comandante. Simplemente se manda un avión stealth, se tira una bomba y nadie se enteró hasta que les explota en la cara. Los controladores regresan a casa y se toman una cerveza viendo el fútbol como si no hubiera pasado nada.
¿Cómo se liga ésto a los videojuegos? Ambos se sientan en una silla, se acerca el blanco, tiran del gatillo y solo ven pixeles en la pantalla. No es lo mismo que aventar una granada, oír la explosión y ver los pedazos restantes de un soldado enemigo. Por algo los soldados que regresan de la guerra sufren de trastorno por estrés post traumático y pasan meses en rehabilitación; sin nunca quedar completamente bien. Ahora, si le das a un niño el control y le dices, “Toma, es un videojuego”, cuando en realidad es un dron apuntando un misil a una aldea en Pakistán, ¿Se dará cuenta?