La negra política israelí en ‘Los Disidentes’
La película Los Disidentes (dirigida y escrita por el debutante Eliran Malka) comienza y termina con la siguiente narración: “La gente cree que sabe todo sobre política, pero realmente no sabe”. Asimismo, uno puede entrar a Los Disidentes esperando un thriller político convencional, pero este conocimiento sería escueto por decir lo menos. De entrada, uno necesita un conocimiento medianamente informado de dos factores: política israelí y las relaciones étnicas del país judío. Si bien esto puede alienar a algunos espectadores, la película también abarca elementos periféricos con profundidad clara, principalmente a través de una ácida crítica política y un magnífico estudio de personaje.
El protagonista narra esta película. Se trata de Yaakov Cohen (interpretado por el increíble Shuli Rand), dueño de una imprenta que —harto de ver cómo los Sefardíes son hechos a un lado por los Ashkenazim— opta por construir su propio partido político y de representación étnica ortodoxo. Esto es sólo un comienzo para el arco dramático de Cohen, quien es detonado por la expulsión injusta de su hija en un seminario.
A lo largo de Los Disidentes se remarcan las diferencias y necesidades de una mejor convivencia política y social entre los grupos judíos.
Esto también viene en forma de amargo comentario político: el fin de la película es un recorrido visual de Benjamin Netanyahu y demás figuras similares, mientras la voz narrativa se lamenta el estado contemporáneo de la política en Israel.
Por el origen de sus protagonistas, el espectador fácilmente podría interpretar el largometraje como un trabajo pro-sefardí, pero el tema aquí es más complejo. Los Disidentes es más bien una película sobre identidad, y las dificultades de asumir ese rol en un ambiente donde hay implicaciones y diferencias en los tratos según la etnia. En realidad, los sefardíes no salen bien librados de la historia, ya que pasan a ser igual de corruptibles y vilificados que los Ashkenazim (la etnia mayoritaria en el mundo, y los principales contrincantes políticos de los Sefardíes). Por lo tanto, Los Disidentes no se ancla totalmente a una lucha de tintes políticos, sino a un conflicto interno con la identidad.
Estas identidades no tienen que ser raciales o étnicas siquiera, pues el propio Cohen tiene dificultades siendo un hombre de familia (viudo, conviviendo con su hermana y tratando de mantener a flote la relación con su hija). Si las cuestiones discursivas y políticas son puntuales, es porque los personajes principales están rodeados de justificaciones poderosas y tridimensionales en otros espectros.
Todos los detonantes de Cohen para radicalizarse políticamente en realidad están motivados por familia y sociedad. Esto definitivamente hace una buena historia fílmica, pero también muestra los defectos de Cohen como persona, y remarca los personajes tan variados e interesantes que tiene esta película. Las tres figuras principales que engloban este trabajo están en constante conflicto no tanto con el resto de los israelíes, sino con las impresiones que ellos tienen de sí mismos.
Por último, quizá el factor menos llamativo —pero no por eso menos potente— de Los Disidentes sea su estilo. La mayoría de las sátiras políticas no están grabadas con la cantidad de gracia y rapidez de este trabajo. Aquí, todo sucede con muchísimo humor y una cámara casi despreocupada, como desenfocada en una sola historia, y más bien entregada a una historia más grande y compleja. Desde la primera secuencia hay el necesario histrionismo, exageración y burla para que el largometraje mantenga un tono necesariamente chistoso y melancólico cuando se necesita.
Los Disidentes también apoya gran parte de su peso dramático en la música, siempre dinámica, empática y constantemente entretenida. Todos estos elementos hacen de Los Disidentes una película definitivamente política, pero completamente entregada a darle un buen rato al espectador.