Por Eréndira Derbez @ere_derbez Fotografías por Gerardo Mora
Son las 3:30 de la tarde, la cita es a las cuatro pero ya comienza a haber gente en el Ángel de la independencia.
Empieza la marcha pasadas las cuatro, hasta adelante -la vanguardia- está reservada para las familias de los desaparecidos y los cordones les separan del resto de los manifestantes. Van rodeados de personas con chalecos azules, provenientes del alto comisionado de la ONU y de integrantes del colectivo Marabunta, vestidos de playera y casco rojo; son una A.C. dedicada al desarrollo comunitario en Iztapalapa que, además, monitorean las marchas para evitar violaciones de derechos humanos.
Comienzan a avanzar lentamente las familias, los grupos de fotógrafos van al frente de ellas, como si fueran un contingente aparte, capturan sus rostros serios, su mirada fija hacia adelante mientras sostienen las fotografías de sus hijos. Madres, padres, hermanas, hermanos se acompañan mientras los lentes les rodean y se escuchan los clicks de las cámaras. “Fotografiar es apropiarse de lo fotografiado”, escribió en su momento Sontag. Y es difícil para mí intentar fotografiarles, como si pretendiera que no es incómodo para ellos que lo haga, no quiero apropiarme de nada, si ya mirarles a los ojos cuesta, enfrentar su mirada duele con o sin cámara de por medio.
El siguiente contingente es el de los estudiantes de la Normal Rural Isidro Burgos, es fácil de identificar: hombres jóvenes de pelo corto, llevan pancartas, una de ellas dice “no somos delincuentes, somos estudiantes”, haciendo énfasis a la criminalización de la que sus compañeros desaparecidos y asesinados han sido víctimas constantes.
Gritan consignas, quizás la más común es Vivos se los llevaron, vivos los queremos, pero también pronuncian a coro varias que hacen referencia a la importancia de la educación pública. No olvidemos que las normales rurales son la gran (y a veces la única) oportunidad que tienen los jóvenes para estudiar una carrera, algo que se puede constatar en el recién publicado libro La travesía de las tortugas, un trabajo de la editorial Proceso, esfuerzo de distintos periodistas, que hacen un recuento de la vida de los jóvenes desaparecidos.
La gente va a paso firme, jóvenes, adultos, gente mayor, familias con hijos o sin ellos, madres, padres, abuelas… la marcha es plural. Banderas del Poli, de la UNAM, de arcoiris, del comité del 68, banderas de México en escala de grises… la manifestación es tan rica como la variedad de banderas, de pancartas, de consignas. Grupos de universidades como el ITAM, el CIDE y la Ibero, el contingente de Atenco y el de Xochicuautla contrastan con grupos pequeños que marchan de cinco en cinco, contrastan también con la joven en bicicleta, el bebé en carreola, la señora en silla de ruedas.
No es raro encontrarnos ahí, en el enorme Paseo de la Reforma, la avenida que casi dos siglos antes había sido un símbolo del imperio de Maximiliano, es parte importante de nuestra ciudad, una de las zonas más caras y sofisticadas es también el escenario de las manifestaciones más populares. La semana pasada marcharon en contra de las familias homoparentales, y hace dos lo hicieron para exigir la renuncia de Peña Nieto, hoy se marcha para gritar 43 veces justicia.
43 ya no es un número más, es un momento importante. Hace dos años la ausencia, el asesinato y el desollamiento nos provocó escalofríos, nos hizo llorar, enojarnos, gritar, encontrarnos. Fue un golpe a nuestro chilangocentrismo, nos hizo buscar dónde está Ayotzinapa en el mapa, recordar que Guerrero es muchísimo más que Acapulco y preguntarnos con algo de vergüenza, qué es eso a lo que llaman normal rural. Para unos más, para otros menos, Ayotzinapa significó volver a despertarnos, volvernos a ver en las calles tras el sacudón del 2012.
Pasamos por el antimonumento, ese +43 enorme que también se ha vuelto parte ya del Paseo de la Reforma. Es algo raro, no es una escultura de Jesús Contreras, ni de Sebastian, ni de Leonora Carrington, ni de Javier Marín. Es un número rodeado de maíz, un símbolo que ocupa el espacio urbano para recordarnos la ausencia y la exigencia del regreso con vida de los normalistas (en su momento, el reconocido crítico y curador de arte, Cuauhtémoc Medina, tuiteo: “@ManceraMiguelMX El antimonumento +43 es un caso notable: emana del movimiento social y no de una administración. Debería conservarse.”).
Ese antimonumento es un espacio clave para la marcha, el tiempo transcurre distinto ahí, la vanguardia se frena -y así el resto de los manifestantes- para darle la palabra a las madres.
Empieza el conteo del uno al cuarenta y tres, y como acto casi mágico, como una enorme coincidencia, comienza a caer la lluvia. La gente se junta en un techo común formado por paraguas distintos y se escucha: “ todas las madres sentimos el mismo dolor. Donde sea que estén que escuchen nuestro grito, que los amamos, que los queremos y los seguimos buscando”... “Gracias por estar con nosotros”, dice otra madre.
Resulta otra vez difícil mirarlas a los ojos, duele. Es casi imposible escucharlas, mirarlas y mantenerse firme. ¿Será menos periodístico mi texto si acepto que me costó mucho aguantar las ganas de llorar? ¿Valdrá menos mi crónica?
En ese momento recuerdo la columna de Marcela Turati en julio para Más por Más (http://www.maspormas.com/2016/07/27/mturati25/):
“Un día que escuché a un periodista extranjero decir que los colegas mexicanos no respetamos las reglas profesionales porque nos ‘involucramos’ en el conflicto por exigir justicia ante los colegas asesinados o al llorar hablando con madres en busca de sus hijos desaparecidos; le pregunté a manera de respuesta: ”¿Has cubierto una guerra en tu propio país?”. Se quedó en silencio. Desde hace tiempo, el manual de periodismo que estudiamos en la escuela debería llevar una advertencia: Déjese de usar en casos de emergencia nacional.”
Foto: cortesía de Alfonso Flores, de más de 131.