Eliud y Cristiano: nuevas fronteras en el Olimpo
Si se abriese la lata Campbell’s empotrada en la pared del MoMA, emanaría la cultura pop de la segunda mitad del siglo XX y del nuevo milenio: iconos ayudados de una comunicación cada vez más exponencial para generar un lenguaje universal sin importar barreras, lenguajes, razas.
En lo que concierne al menjurje deportivo, si bien los balones y las canchas se entienden en este entendimiento común, hay pocas postales tan identificables como las de los que ocupan el Olimpo: las guirnaldas de quiénes rompen las marcas haciéndolo ver, además, sencillo. Pero exclusivo.
Esa misma magia se mezcla con una industria cada vez más adicta a probar los límites de los seres humanos. Rocky corriendo en la tundra siberiana y Drago en los laboratorios más selectivos. Bajo esa historia, dos “hombres” si es que el espectáculo nos permite llamarlos así, alcanzaron un nuevo pico para asentarse en esta mitología, que aunque se puede tocar y comprar, no deja de maravillarnos.
Eliud Kipchoge:
La cadencia de un maratón bien puede evocar el pasado musical de Viena. Una estrategia que obliga separar la gran obra en movimientos de los que se desprenden diferentes tiempos y valores, que para la mayoría, si bien son un lenguaje secreto, no por ello es menos agradable a los sentidos. Para Eliud Kipchoge la comparación más cercana sea la fuerza natural que emana de Beethoven. En ambos, esta ciudad fungió como escenario para la inmortalidad. Los pasos delicados del corredor fueron los preámbulos de la explosión: una sinfonía coral y el primer cronómetro debajo de las dos horas en esta disciplina. “Freude, schoener Goetterfunken…”.
Cristiano Ronaldo:
El lusitano, por otro lado, vive en la dicotomía: el talento natural de Messi y la constancia por parte del 7. Ninguno de los dos puede dar un paso sin contemplar en donde se ubica el otro. Del lado pampero: un río. La naturaleza que se entrega a su designio y sólo necesita estar para que la magia aparezca. Un cauce, sin embargo, que rara vez puede salirse de su ribera. Cristiano, por otro lado, es arte. El cincel constante que convirtió al mármol más fino en la escultura definitiva. Pero no sólo eso, contrario a un David o un Moisés, se transforma y cuando parece estar en el punto más fino alcanza un nuevo pico: esta vez, los 700 goles. El club definitivo. Seductores que conquistan redes y corazones. No nos engañemos: el clímax futbolístico es el beso del balón a la red. La distancia son 105 anotaciones, las dos horas que ya no lucen imposibles.