Este texto fue publicado originalmente en @lasillarota. https://lasillarota.com/opinion/columnas/de-opinion-publica-trolls-y-perpetuacion-de-la-violencia/144205
Uno de los debates actuales referente a Internet y las redes sociales, es acerca de emitir opiniones en nuestros perfiles personales y debatir las opiniones de otros. Unos argumentan que todas las opiniones, sin importar su intención, son simplemente libre expresión y para otros implican linchamientos públicos. Lo cierto es que comienza a borrarse el límite entre emitir un opinión y acosar a alguien, este último acto tiene como objetivo hacer la persona en cuestión desista de su opinión, la niegue, guarde silencio, o que incluso se retire de sus redes sociales por tiempo indefinido.
El argumento que más suena para justificar estos ataques es aquel que dice que todas las personas tienen derecho a expresarse, y confunden eso con la defensa al “derecho” de la libre expresión. La pregunta que se lee por todos lados y que se escucha en las conversaciones comunes con amistades y familiares es: ¿dónde queda la libertad de opinar?
Primero definamos, entonces, qué es una opinión: es el conjunto de ideas o juicios que se tienen respecto a una persona o situación específica. La libertad de expresar esta opinión es uno de los derechos humanos protegidos por la Declaración Universal de 1948 y por las leyes democráticas de un Estado. Esto significa que todo mundo tiene derecho a expresar su opinión sin ser censurado o acosado. Pero ojo, si la opinión incluye información falsa, incompleta, descontextualizada o malintencionada, sí puede ser sancionada o enfrentar algún tipo de cargo si se le demandara social o legalmente.
“¿Y dónde queda mi derecho a la libertad de expresión?” preguntan todos estos estos trolls violentos que minimizan las expresiones de indignación que ponen en peligro sus privilegios. Si lo vemos desde lo legal, las opiniones que incitan a la violencia, promueven el crimen, estimulan actos discriminatorios y hacen apología del odio, son por ejemplo: las que defienden y justifican los actos de violadores y acosadores, argumentando que eso se ha hecho siempre, que es normal, que no fue su intención o culpando a las víctimas, tachándolas de exageradas, mentirosas o provocadoras.
Eso, aquí y en cualquier lugar donde haya el mínimo de humanidad, sentido común, reglamentos y leyes, excede los límites de la libertad de expresión a la que tanto se alude en estas defensas a la difusión de opiniones misóginas. Por supuesto que las personas tenemos derecho a pensar distinto, a expresarlo, a cuestionar aquello en lo que no creemos o que no coincide con lo que sabemos-conocemos, y no vivir acoso u ofensas por ello. Pero ojo con la intención de estas opiniones o cuestionamientos que, en todo caso, tendrían que ser para enriquecer un punto de vista y no para humillar, minimizar, ridiculizar y burlarse de otra persona, grupo u opinión.
Si hay algo bueno en el acceso que tenemos hoy a plataformas digitales y redes sociales, es la posibilidad de expresarnos, posicionarnos y aprender de la crítica constructiva y el debate. Pero ese mismo acceso nos muestra los puntos débiles de nuestra sociedad: nos damos cuenta de qué es lo que importa, lo que indigna, lo que da risa o no es tomado en serio, cuál es el pensamiento respecto a ciertos temas, cuáles son las maneras más normalizadas de violencia, segregación, racismo, sexismo y clasismo, ideas que provienen de la idea de que “el otro” o “la otra” valen menos por el hecho de ser morenos, hablar otro idioma o dialecto, ser mujeres, pertenecer a una clase social considerada inferior, tener alguna discapacidad u otras condiciones de existencia generalmente vulnerables.
Las frases “sólo es mi opinión” o “¿dónde queda mi derecho a opinar?” se han convertido en la forma más común de violentar, deslegitimar e invalidar cualquier postura que no favorezca a quien violenta. En casos específicos de posturas públicas frente al acoso sexual y la violación, podemos ver rechazo, burla y descalificación hacia las víctimas por parte de los trolleadores. También vemos la minimización de estas problemáticas como si fueran algo sin importancia, así como la necesidad de exponer públicamente lo mal que está esa manera de pensar, de existir, de vivir. Aquí es donde esa tan nombrada libertad de expresión se desvirtúa en acoso, violencia y revictimización en contra de quienes se han atrevido a denunciar o manifestar su desacuerdo o experiencia respecto a la violencia de género.
Cuando un personaje, comunidad, grupo o sujeto está en posición privilegiada en cuanto a género, raza, clase, además de tener acceso a emitir su opinión en radio, televisión o prensa, y desde esa postura se dedica a descalificar lo que no es igual a lo que piensa o bien, a burlarse de las experiencias en las que no se reconoce gracias a sus privilegios, está violentando. A estos actos, habrá respuestas de indignación, sin duda alguna, y eso no es un linchamiento, sino una expresión genuina de las personas que consideran su dignidad afectada.
La invitación entonces, no a cambiar posturas políticas, sino a informarse y situarse en la experiencia del otro antes de emitir una opinión, y si es que en verdad se busca comprender, se busque debatir y enriquecer las reflexiones respecto a un tema. Dejar de revictimizar a quienes viven uno o varios tipos de discriminación y violencia y de reaccionar como si las denuncias fueran peor que el abuso, acto, crimen o expresión en sí. Dejar de equiparar el acto de denunciar y mostrar indignación con el acto de violentar o linchar, ya no justificar los abusos y opresiones.
Seamos críticos/as y preguntémonos en qué parte de esas estructuras de poder nos encontramos, no para culparnos sino para reconocer las problemáticas de raíz, movilizar conciencias, trabajar en otras maneras de luchar contra todo aquello que nos divide y nos aleja más de ser sujetos activos en los cambios sociales que tanto necesitamos en lo individual y en lo colectivo. Y luego, entonces, abrir el debate, la deliberación y la comunicación.