Balcones como Aleph
En días de pandemia y confinamiento, hay en los balcones una carga latente de significantes que se desbordan de sus barandales y que nos permiten visualizar singularidades, hasta ahora un tanto ajenas e inadvertidas a nuestra mirada.
Tensión entre interior y exterior, entre lo íntimo y lo público, el balcón, más allá de lo arquitectónico, parece cumplir una función clave: ser el umbral de universos particulares a los que se accede apenas se fija la mirada por unos instantes. Ambiguo en cuanto a lo público y lo privado se refiere, apenas lo miramos como flaneurs y el balcón de inmediato comienza a revelarnos detalles acerca de quienes lo habitan y lo modifican.
El confinamiento que vivimos nos ha hecho conscientes de un Aleph que habíamos obviado y al que, a diferencia del cuento de Borges, ya no es necesario descender para acceder a él, sino que está al alcance de nuestra mirada en plena vía pública: los balcones de cientos de edificios que se repiten en todas las ciudades del mundo y en los que se proyecta la imagen de un tiempo que será una época: la del coronavirus.
Mientras camino por las calles solitarias de Madrid, los balcones, esas protuberancias, brotes de los edificios que parecen señalar un exceso en las construcciones –algo prescindible que al final no lo fue por causa de la soberbia o la melancolía burguesa y que cada quien ha convertido en escenario de subjetividades tan vastas como disímiles–, hoy parecen albergar microcosmos infinitos dentro de sí.
Hace unos días, mientras daba forma a este texto, escribí a José Miguel Marinas, filósofo y profesor emérito de la Universidad Complutense de Madrid –con quien a partir del confinamiento he intercambiado algunos correos–, para conocer su opinión acerca del papel que en este lockdown han jugado los balcones. Su respuesta fue la siguiente:
“De los balcones cada uno tiene su propia y fascinante experiencia.
Hay quien los ve como mástiles de un barco.
Hay quien los ve como gradas de plaza de toros.
Hay quien los ve como naves en las que se viaja.”
Su observación cuasipoética me obligó a ampliar el umbral de posibilidades que creí haber reconocido en mis viajes al supermercado mientras camino por las calles de Madrid con la cabeza girada y dirigida hacia los balcones de cualquier acera, buscando signos para acceder a lo que en ellos aguarda a ser descubierto desde las huellas de la interacción subjetiva en ese territorio particular en días de confinamiento, y la manera en que las personas lo codifican para mostrarlo al exterior.
Espacios de transacción entre lo melancólico y el mundo, extensiones de la propia conciencia, los balcones ejercen en la realidad la función romántica por la cual fueron construidos: ser el pequeño gran espacio donde se despliega una vida individual y el acontecer de una historia subjetiva. Es sólo que, a la vez, se han convertido en continentes del tiempo en el tiempo del confinamiento, en los que depositamos por un instante los sueños de recuperar la libertad: una libertad más o menos digna.
Ágoras personales de revelación donde intentamos configurar un futuro en el que aún tengamos un lugar para existir ahí afuera; arenas desde las que se arenga, o se condena, o bien laboratorios de experimentos infantiles que dan a luz arcoíris cargados de emociones. Diván al fin, de mujeres y hombres, que en silencio salen a ventilar la consciencia.
Extensión de la habitación, la sala, el comedor y, digámoslo así, también del baño. Salón de clases y biblioteca al aire libre. Set fotográfico, estudio de improvisación musical, palestra o parlamento desde el que proyectamos nuestra relación con el otro, con los otros, y con los espacios que habitamos.
El balcón, bendito privilegio castrado por las construcciones modernas que buscan maximizar el espacio a partir de minimizarlo todo, nos otorga un resquicio de libertad para mirar desde adentro hacia fuera, para arrastrar cuerpo y consciencia a un espacio de luz en la intimidad del hogar. Oportunidad de fuga en cautiverio, revelación y sublimación que la arquitectura brinda a algunos cuantos para perderse entre la multitud de imágenes que habitan nuestra memoria y se reflejan en los solitarios rostros que cruzan de vez en vez delante de nosotros.
Walter Benjamin aseguraba que las casas son la manifestación sólida del inconsciente de quienes las crearon. Estos días los balcones son la esencia de ese inconsciente: su materia más viva, su contenido más pulsional y latente en el que los sujetos depositan sus síntomas y sus sueños, para regodearse en ellos, proyectarlos, o tan sólo para intentar descifrar qué es lo que nos espera a la vuelta de la esquina cuando todo esto termine.
Todo eso mientras intercambian miradas con un flaneur que, inadvertida o premeditamente, intenta acceder a su Aleph particular.
______________________________________________________________________
* Texto e imágenes de Víctor Olivares, colaborador de Ibero 90.9 desde España. Víctor Olivares (@victorleaks), periodista y reportero de diversos medios en Latinoamérica. En la actualidad realiza un máster de Psicoanálisis y Teoría de la Cultura en la Universidad Complutense de Madrid.