Adiós al ermitaño de la portería: Pablo Larios
Por Omar García Cosío
El futbol, como dijo Javier Marías, es un retorno semanal a la niñez. La memoria que se contempla cuando el oráculo deportivo encuentra el capricho de cumplir un ciclo: la victoria, la revancha, el campeonato. Una misma historia que se cuenta de forma infinita en el riguroso marco de los 90 minutos.
La búsqueda, dentro o fuera de la cancha, de encontrarse con el éxtasis, el fin último, un grito universal: ¡GOL! El heroísmo infantil que se construye generalmente con aquellos que cuál fiel “Celestino”, aunque enamorados de la pelota, provocan el encuentro romántico entre su prenda amada y la red. Los que ponen el último toque a una construcción de equipo: el retardado a una sinfonía, la chapa de oro, la firma.
Sin embargo, como el mundo, el futbol sólo se puede entender en equilibrios: entre las filas que otorgan un espacio entre los once, hay una especie extraña: un ermitaño que prefiere la contemplación y encontrarse con el balón de frente. Su premio es acariciar la redonda con las manos, pero su castigo es formar la última barrera. Un bastión que trata de evitar a toda costa la celebración del otro. Una antítesis del futbol. El “aguafiestas” que permite postales memorables con su vuelo. Ícaros que a veces salen con éxito del laberinto, pero que en otras tantas, se acercan demasiado a esa esfera encendida que los hace caer: los porteros.
Ya lo dijo Galeano: “donde vive el portero no crece el césped”. Hay una soledad: es incluso notorio al usar otro uniforme al del resto del equipo. Una etiqueta que puede poner un resultado, literalmente, en sus manos.
Pero aún dentro de estos espacios donde parece que la creatividad tiene un rango muy corto de desarrollo, están esas figuras que rompen esquemas y añaden teoría a partir de la práctica: salir del espacio donde es todo poderoso y mover la pelota con los pies, además de su capacidad aérea, vistosa por demás, que le valió estar en el mejor once mexicano en su historia. Él era Pablo Larios.
México 1986, después de la negativa colombiana, la gran fiesta se arraigó dos veces en un mismo país por primera vez. A pesar del temblor un año antes, los colosos aguantaron. Para el “Tri” significó más que una metáfora: el camino se logró: victorias ante Irák y Bélgica más un empate frente a Paraguay otorgaron el boleto vía líder de grupo. Y aunque quizá la imagen más recordada sea la tijera de Manuel Negrete ante Bulgaria, el arquero tuvo una actuación por demás destacada: sólo dos goles recibidos en cinco partidos. La última vez que el conjunto nacional avanzó al totémico quinto. Ningún portero, antes o después, puede presumir la proeza.
En casa, símbolo: Zacatepec, Cruz Azul y Puebla, donde vio sus mejores días en la 89-90 cuando de la mano de Manuel Lapuente consiguió el título de liga. Más tarde, en Toros Neza, conformó parte de uno de los equipos más pintorescos en la historia del balompié nacional, llegando a la final que terminaron perdiendo frente a Guadalajara.
Tras su partida, queda el legado: el milagro mediático permite la repetición eterna de sus proezas, aunque la relevancia queda en el legado, la escuela de los que pasaron después: el eslabón entre los guantes más grandes en el futbol mexicano: Antonio “Tota” Carvajal, Pablo Larios, Jorge Campos (de quien aprendió los atuendos estrafalarios) y Francisco Guillermo Ochoa.