Lectura religiosa con Virginia Woolf por el mes de la mujer
Por Daniela Fino
El clima del siglo XX fue perfecto para el nacimiento de las grandes novelas: Proust, Kafka, Joyce, Mann. En este mundo de hombres y contra toda probabilidad, una mujer está escribiendo con la misma maestría de los que se han convertido en clásicos.
En su Habitación propia, Virginia Woolf hace con la palabra su voluntad: la aligera, acciona, cataliza. A finales de los años 30 llega a librerías la primera edición de Al faro, una novela completamente transgresora desde su fondo y forma.
Regresando al tiempo, la primera vez que leí a Virginia Woolf recuerdo haber sentido entre mis manos la reactividad de su escansión mental. Un molino de energía que excede a las páginas.
Con sutiles guiños a la guerra, Al Faro es una de las mejores manifestaciones del flujo de conciencia que hay en la literatura. Una novela sobre el viaje de la familia Ramsay a una isla captura caleidoscópicamente los días en las hojas del libro, la atención a los lunes o martes son una grieta que evoca un universo vastísimo y trastocador.
Leer Al faro es sentir el temblor del lenguaje por debajo de nuestros pies; somos en los ojos del amigo, del amado, del otro. El libro está divido en tres partes, cada una es una continuación de la anterior y en unidad, son un encuadre lógicamente (in)completo. Si diseccionamos la obra, podemos ver cómo la naturaleza se fractura y se atisban pequeñas revelaciones de verdad. Mientras las olas irrumpen el flujo del pensamiento, un afuera avasallador se está desplazando completamente.
Al Faro de Virginia Woolf es una novela que pone al centro la filosofía de lo cotidiano, de la contradicción, de lo nominal. Antes de que la costumbre se instaure, ya se han plegado un cúmulo de preguntas que nos remueven e inquietan, preguntas a las que no podemos renunciar porque pertenecen a nuestra naturaleza contradictoria. Preguntas que nos muestran la profundidad de la palabra y nos regalan instantes de iluminación.