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Memorias de un caracol: una película de humanidad

Memorias de un caracol: una película de humanidad

Por Hatsi Sanchez

Una de las características más notables del stop motion es su excesivo cuidado: una fotografía por movimiento, una y otra vez hasta terminar la historia. En ningún momento, ni un solo cabello está accidentalmente fuera de lugar. En este sector del séptimo arte, 94 minutos son suficientes para crear un mundo. 

Un ejemplo perfecto de lo anterior es Memorias de un caracol, una película de stop motion australiana, dirigida por Adam Elliot y que se estrenó en 2024. La cinta narra, de manera retrospectiva, la vida de su personaje principal, Grace Pudel. La estética acogedora de la película, que obtuvo una nominación al Oscar a Mejor película Animada, recuerda a un cuento ambientado en  la niñez.

Rompiendo con el imaginario colectivo que reduce la animación a historias infantiles. La existencia de Grace se conduce por la tragedia: la muerte de sus padres, una adopción que la separa de su hermano gemelo, y relaciones personales complicadas. Crece solitaria, llena de ansiedades y con una obsesión por coleccionar todo lo que tenga algún parentesco con un caracol.

Aun así, hay luz al final del túnel y no se trata de una pornotragedia. El sufrimiento se enmarca en una escala de colores reales, no es una herramienta de tortura ni un precio a pagar por la felicidad. En la película, así como en la vida, las cosas simplemente pasan. Grace, solamente con el reciente fallecimiento de una amistad y al borde del suicidio, es capaz de entender el sinsentido de la vida.    

A través del detalle obsesivo, (que se podría argumentar es una habilidad especialmente refinada en el stop motion), Elliot dota a cada personaje de profundidad. Estos nunca eclipsan la historia de Grace; al contrario, la complementan con precisión. No son solo elementos secundarios, sino  piezas de un mundo. El resultado es una narrativa fílmica que fluye hacia una conclusión emocionalmente satisfactoria.

La película es conmovedora. Durante su proyección, los suspiros, risas, llantos y sorpresas de los espectadores parecían sincronizados, como si todos compartieran la misma instrucción: sentir.  En la sala se refrendó la vocación del cine como  una experiencia colectiva.

Ya sea en la Cineteca o en un cine perdido en el Estado de México, me gustaría pensar que la experiencia de una audiencia viva perdura. Ese nudo en mi garganta que no se desató hasta que vi a mi acompañante (mi mamá) reaccionar… es la  prueba física del mayor logro de la película: transmitir humanidad por medio de su fragilidad.

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