Stanley Clarke nos hizo testigos de la fusión más pura en la 7ma edición del Oasis Jazz U

Stanley Clarke nos hizo testigos de la fusión más pura en la 7ma edición del Oasis Jazz U

Foto vía: Yéred García

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Ya van cuatro años seguidos que me invitan a esta fiesta de música y buena vida: el Oasis Jazz U de Cancún. Cada año superan los actos estelares del año anterior, y es que luego de la presentación de Eddie Palmieri, pasé por Tower of Power y luego vi a mi ídolo Marcus Miller, para finalmente terminar con uno de los representantes principales del sonido actual del bajo jazzero-groovero: Stanley Clarke.

Ha sido muy fácil enamorarse de un festival cuyas ganancias van directamente a la Fundación Oasis, la cual reparte fondos a diferentes asociaciones filantrópicas de Cancún. Según los organizadores, cada año una parte significativa del boletaje se dirige a jóvenes talentos mexicanos.

El sábado 1 de junio, las "hostilidades" en nombre del soul, funk y jazz comenzaron con el San Juan Project, banda tapatía que cimbró la Oasis Arena con la misma dosis con la que pusieron a bailar al Glastonbury una amalgama digital y acústica entre una laptop, un bajo, una batería y una sección de metales. El conjunto lidereado por Arturo Lamadrid tocó una serie de temas consagrados y algunos otros que vendrán en su próxima producción discográfica.

Foto vía: Yéred García

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Por su parte, Trombone Shorty nos asaltó a todos cuando se trepó al filo de las diez de la noche para mostrar una versión del sonido característico de las bandas de Nuevo Orleans, que se trajo enlatada desde Louisiana.

Troy Andrews presentó una alineación integrada, sorprendentemente, por dos guitarristas; uno mucho más rockero y otro cargado al funk. Además, lo acompañó una dupla de saxofones que sabían empatar muy bien con la trompeta y el trombón de Andrews. Su bajista, quien salió con una serie de luces alrededor de su instrumento, ha tocado desde los 10 años con Troy. Ambos representaron una retrospectiva que transformó la música en buena vibra pura y lograron hacer bailar a todos los asistentes, principalmente a los que no conocían a ninguna de las bandas.

Los Brass parecieron darle continuidad al sonido que propuso Shorty con su Orleans Avenue la noche anterior. La banda originaria de Puebla y la CDMX llegó con un set de música original que, según ellos, es una mezcla de las fanfare francesas, las marching band de Nueva Orleans y la experiencia académica de los siete miembros.

La banda mexicana ganó el premio de la gente en un concurso de música callejera organizado en el país vasco, España, en 2016 y desde entonces, cambiaron su nombre de Los Brass Street Boys a simplemente “Los Brass”.

Cuando les pregunté por qué habían cambiado el apócope de su nombre, dijeron que realmente no había una razón. Sin embargo, a mí me parece más que obvio: Los Brass son un paquete de sonido maduro y exportable a cualquier parte del mundo, con una energía muy parecida a la del balcán, pero recargado hacia el jazz improvisado. Sin duda, mostraron mayor kilometraje que aquella vez que los vi en la planta baja del Pata Negra de la Condesa.

Foto vía: Yéred García

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Pese a todos estos talentos nacionales e internacionales, el verdadero acto estelar del line-up —que casualmente no está jerarquizado verticalmente, sino más bien cronológicamente— fue para Stanley Clarke, quien salió ataviado con su gorra roja de los Phillies de Philadelphia, unos jeans y una camiseta de Harley Davidson fajada. Posiblemente se quería camuflajear con cualquier padre de familia afroamericano, o bien, quería demostrar que los músicos de jazz no tienen una estética definida.

El sonido de la Stanley Clarke Band estaba dirigido por el bajista de Return To Forever. Sin embargo, los verdaderos protagonistas del concierto fueron los cinco alumnos que el maestro puso en el escenario.

Por momentos, la improvisación la dominaba el pianista de Georgia, Beka Gochiashvili. En otras ocasiones, Salar Nader, maestro de la Tabla y otras percusiones orientales, o el baterista Michael Mitchell del Bronx, quien le sacaba ruido a los tambores. El consagrado tecladista del West Coast Getdown, Cameron Graves, comandó la puesta con su bajo, enchufado a un sintetizador Moog que permitía arreglos cuasiprogresivos en los Yamaha.

Foto vía: Yéred García

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El concierto de Stanley fue una experiencia integral que se sintió como un viaje sensorial al pasado, pues sonó tal cual a "jazz fusión", género que enarboló Clarke en los setentas e incluso al Weather Report de Joe Zawinul sin saxofón. Pero también mostró el futuro, gracias a sus extraordinarios alumnos, a quienes el bajista confió tres cuartas partes de su sonido actual.

Así como cuando te invitan a tu patio de juegos favorito —que mientras sigues jugando, ya estás pensando cuándo vas a regresar—, así me pasa con el Oasis Jazz, que antes de que acabe, siempre me imagino cómo demonios van a superar este año. Sin embargo, la experiencia siempre me dice: "Aguanta, carnal, ellos sabrán cómo".

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