Si mi edificio se hubiera derrumbado el pasado 19 de septiembre yo tendría la cama número 138, y cuando digo cama me refiero a una almohada de color rosa, que ha sido utilizada en muchas otras ocasiones, y una cobija de lana extendida sobre el mismo suelo donde las gimnastas dan piruetas y bailan con sus leotardos de vivos colores.
Son las 10 de la noche del jueves 27 de septiembre. Estoy listo para salir de mi pequeño refugio, en un edificio que, aseguran los expertos, podría soportar otro embate telúrico. Afuera, en la calle, en Concepción Béistegui, los camiones del Ejército y la Marina permanecen estacionados, mientras sus dueños se turnan para cenar o remover los últimos escombros de los dos edificios que quedaron colapsados después del sismo de 7.1 grados.
Esta vez traiciono a la rutina y no me acerco a Gabriel Mancera, total, ya sé con qué me voy a encontrar: una veladora rosa que se apagó con la lluvia, pero que aún recuerda a quienes murieron en esta calle; las vallas azules metálicas que impiden el paso a los curiosos y colonos; las personas que desde hace más de una semana no regresan a sus camas hasta que todos se hayan llevado algo a la panza. Esta vez, doy vuelta a la derecha para caminar por División del Norte y recorrer la Del Valle, hasta llegar al albergue que se montó en el Deportivo Benito Juárez.
Durante esta caminata de casi 3 kilómetros nunca pude dejar de sentir miedo: me aterra ir sobre la acera, pasar cerca de los edificios, que alguien hace tiempo construyó y que ahora representan una amenaza para mí. Intento caminar más rápido, hacerme más ligero e identificar un lugar donde resguardarme por si en estos momentos comienza a temblar. División del Norte sigue siendo la misma larga y concurrida avenida, soy yo el que cambió.
Ante mis ojos, el albergue. Me detengo a respirar y preguntarme si en verdad estoy listo para entrar. ¿Acaso no he visto suficiente en estos días? ¿No fui yo quien tomó una foto de una señora pidiendo auxilio arriba de los escombros? Estas y muchas más preguntas invaden mi cabeza, ¿por qué habría de estar aquí, si mi familia y amigos piensan que estoy en cama viendo el futbol americano?
Cruzo la puerta. El primer olor es a mierda y a vapor de ducha, me doy cuenta que los baños de hombres y mujeres están en cada extremo pasando el torniquete de seguridad. Delante de mí está la señora Magdalena, quien al igual que yo, está dispuesta a entrar y pasar la noche. Mientras se registra, comenta a los encargados que ya ha estado aquí antes y ojalá hoy la pudieran poner en otro lugar donde haya menos niños, porque son bien latosos. Me miran y saben que soy nuevo, asumen que no paso por un buen momento, así que me piden que vaya al cubículo de trabajo social para que me puedan registrar.
“¿O sea que tu casa no se cayó, pero quieres dormir aquí? Con mucha pena voy a tener que negarte el acceso”, me dice la encargada del registro. En otro momento me hubiera reído y salido, pero hoy que caminé en la noche casi tres kilómetros aterrado, esta pregunta-respuesta no me va a ganar. Les explico que en mi calle se vive el caos, que parte de mi dinero se va a la delegación y, además, el delegado aseguró que a nadie se le negaría pasar. “Pero si no me creen, le marcamos”, les digo. Debe ser un delegado muy enojón, porque apenas lo mencioné la cara les cambió y ya me estaban pidiendo perdón.
“Lamentamos mucho por lo que está pasando, joven. Ojalá muy pronto recupere su casa y en verdad espero que aquí pueda descansar un poco”, me dice ahora la señora encargada del torniquete, quien desconoce que hace cinco minutos no me querían dejar pasar.
Al entrar el ambiente es cálido. Los voluntarios que aquí ayudan sonríen condescendientemente, como intentando hacer que tu pena se olvide. Me toca pasar al servicio médico, donde está el “Enfermerito”, según lo conocen todos, un chavito como de 20 años dispuesto a pasar la madrugada en ese lugar atendiendo a los damnificados. Antes de revisarme, me pide que me meta a bañar. Me rehúso. Al “Enfermerito” no le queda más que medirme, pesarme, tomarme la presión, y al final decirme que todo indica que seguiré viviendo un buen rato más.
Llegó la hora: Me pusieron el brazalete azul como prueba máxima de que tienen mis datos, superé el cuestionario médico y mi cara de cansancio me sirve de salvoconducto para mi acceso a la sala “B”, donde está mi cama. Apenas entro a este, que en algún momento funcionó como deportivo, el olor me transporta a una tarde donde los cuerpos sudados detonan el cansancio del entrenamiento deportivo.
A ojo de buen cubero calculo que hay 80 personas. Imposible asegurar si han perdido su casa, lo cierto, es que han hecho de este lugar su refugio, por eso roncan e intentan descansar. Los demás, platican en voz baja o se entretienen en su celular.
Ahora, sentado en esta colcha de lana, volteo a todos lados y juego a adivinar el nombre de las niñas, niños, perros, mujeres y hombres que me rodean. El olor a pies que invade la alfombra es fuerte, y lo aspiro profundamente para de una vez acostumbrarme a él. A mi derecha escucho unos pasos que se acercan, es alguien que pareciera tener mi edad y unos cuantos kilos de más. “Ya conseguí pilas, carnal”, es lo primero que me dice, mientras su pesado cuerpo cae sobre la cama.
–¿Cómo te llamas?, le pregunto.
– Francisco, ¿tú?
– Jorge, pero todos me dicen Ceja. ¿Las pilas son para tu radio?
– Simón. Vamos afuera a que te regalen unos tenis.
– Estoy bien, traje los míos.
– Pero vamos, para que me los regales. ¿No traes pastillas?
– No., ¿tú quieres pastillas?
–No, me ponen bien loco.
A estas alturas me doy cuenta que Francisco no perdió su casa, pero aprovecha la circunstancia para dormir bajo techo, abrigarse con una cobija y tener tres comidas al día.
– ¿Entonces no traes pastillas?
– No. ¿Qué estación de radio acostumbras escuchar?
– Por eso no te juntes con esos weyes, las drogas y el alcohol me dejaron bien loco.
– Descansa, mano, voy a intentar dormir.
– ¿Entonces no vamos por los tenis?
La noche será larga. Son los primeros minutos del 28 de septiembre y empiezo a sentir frío. La realidad me golpea y me doy cuenta que si no hubiera sido por lo que los expertos llamaron la “rústica y antigua” ingeniería y arquitectura de mi edificio, probablemente hoy sería uno más de los 25 mil damnificados que existen en la ciudad de México, de acuerdo a diferentes fuentes periodísticas. Por cierto, no hay datos oficiales al respecto. Quiero ponerme los audífonos y escuchar la radio, pero sería huir de quienes son tan indefensos y vulnerables como yo.
A mis pies está una pequeña etiqueta blanca con el número 138. Hoy, soy dueño de esta cama que alguien donó. Me volteo y me abrazo a mí mismo para enfrentar el frío. Pierdo noción del tiempo y caigo dormido, hasta que siento la presencia de alguien a mi lado: es una mujer que desde arriba me pone una sábana y una frazada encima. Veo su rostro y entiendo que no me está preguntando. Avergonzado, no me salen las palabras y solamente me doy la vuelta para tratar de dormir. Hoy, en este albergue donde habitan personas que lo perdieron todo y lloran para adentro, duermo sintiéndome seguro. Por cinco horas el miedo desapareció y me convertí en uno más de los que por siempre agradecerán a todos aquellos que ayudaron, donaron, quitaron escombros, cantaron y sonrieron en los días más difíciles.