Por Miguel López Valdivia (@miguellvaldivia)
Desde hace bastante estamos acostumbrados a comentarios sordos que afirman la decadencia del cine estadounidense y a pesar de que ese es un punto el cual no se puede negar del todo, cada determinado tiempo nos arrojan una joya que pareciera ser de generación espontánea, pero que revela un talento y madurez impecable que para nuestro goce. En ese caso se encuentran cintas como “Whiplash”, segundo largometraje de Damien Chazelle que narra la egocéntrica disputa entre un joven baterista de jazz y su maestro.
¿Por dónde empezar? Protagonizada por Miles Teller y J.K. Simmons en el papel del alumno y el maestro respectivamente, los dos hacen lo que todo gran actor debe de hacer: dejar de actuar. Viven sus conflictos y se empoderan de ellos. La energía que los dos emanan es palpable aun a través del celuloide, y fuera de sus papeles, se nota que ellos como actores, en un contrato tal vez no hablado, se exigían el uno al otro todo el tiempo durante la filmación.
El mayor acierto de Chazelle, aparte de el guión como tal, fue encontrar un tono adecuado para estos dos actores y poderlos contener y llevar hacia el ritmo que obtuvo; un ritmo adictivo que constantemente te deja con la sensación de querer más.
Llega un breve momento en el que sientes que la película se vuelve un poco repetitiva, y de cierta manera, te empieza a soltar, pero es ahí cuando llega el final: una secuencia de duración considerable, llena de adrenalina que te mantiene sin parpadear, sin poder respirar, con todo tu ser entregado a la pantalla y sufriendo el conflicto junto con los personajes… Corte a negro. Se genera un pequeñísimo silencio en la sala con el que pude recuperar mi aliento perdido, y con este suspiro, lo único que logré evocar fue un sencillo pero sincero gesto de aprobación. Había presenciado un gran largometraje; de esos que dan de que hablar, y con los aplausos a mi alrededor supe que en realidad mi muy personal aprobación, era un consenso.