Manejo por una vía principal. El cauce automovilístico lleva una pasividad presurosa: entumecidos, los demás conductores también guardan cautela ante las nuevas leyes para circular. Es un rebaño que solía andar despreocupadamente por el asfalto y ahora, de un mes a la fecha, se ha domesticado. Luce más dócil, aunque con impulsos por un pinchazo de rebeldía. 80 kilómetros por hora son el límite de lo cívico, y fantaseo con salir a carretera para oxigenar la máquina. Pero el torrente es sereno. Una serenidad totalitaria. Una paz muda: se nos vino el nuevo Reglamento de Tránsito. Sin poder fugarse en el celular, la atención está de lleno en el tablero. Una distracción en el reflejo accionado entre la aguja y la pisada en el acelerador y... ¡flash!, las autoridades pueden inmortalizar mi descuido en una fotomulta. Algunos, como yo, que ya han recibido el fuetazo, respetan las reglas a base de traumatismos y shock: en diciembre me amanecieron 11 multas de velocidad que impedían verificar mi auto. No soy un as del volante, ni un junkie de la velocidad, pero mi utilización diaria de los segundos pisos y autopistas urbanas, en ocasiones me encuentra con prisas entre Santa Fe, San Jerónimo, Alencastre y Polanco. Si tan solo esas 11 multas indicaran lugar, hora, velocidad… pero no. Es algo kafkiano: las indicaciones escuetas alcanzan a marcar días ocurridos hace meses en los que me resulta imposible rastrear qué estaba haciendo, dónde y porqué razón rompí con los límites de velocidad. $4,000 pesos más tarde –tomados afortunadamente de la abundancia decembrina– pude pagar las multas para así poder verificar. ¿Cómo no serenarme a 80kph, después de tal reprimenda? Así, sí le guardo pudor al acelerador. Así, sí consulto periódicamente el portal de adeudos y la aplicación Auto Chilango, para revisar si por algún descuido, la aguja picó más allá de lo debido. Continúo manejando… ¿nos hemos hecho más lentos? Sin poder hacer llamadas, sin tocar el celular, pienso en comprarme un Apple Watch para hablar como Dick Tracy: he oído de quienes son sancionados por sostener un thermo con café e ir maquillándose, ya que están sosteniendo aparatos distractores en sus manos. Paranoia orwelliana: el Estado nos observa. El Estado sabe a dónde vamos y a qué velocidad lo hacemos. Cámaras de vigilancia y señalizaciones torcidas, dignas de distopía que cruelmente nos exigen bajar a 50kph cuando venimos en una arteria principal, con autos cuesta abajo por una vía rápida con una fuerte inercia de 70kmph: deberías frenar porque el sistema lo pide, pero los demás conductores han acordado que irán acorde a la velocidad natural que genera la pendiente de la vía en plena desobediencia colectiva, ¿y cómo no hacerlo, si la CDMX ha impuesto un reglamento que es más punitivo que preventivo? Pero para qué andar con cara de angustia tras el volante: mejor sonreír, para salir más alegre en las fotomultas. O desobedecer colectivamente, y exigir, cada quien desde su trinchera, un reglamento de tránsito más sensato en cuanto a los parámetros de velocidad.