La alarma cundió en el mundo en el 2012. La noticia de que el gobierno uruguayo había entregado un proyecto de ley sobre la legalización del consumo –y afines– de la marihuana sacudió el mundo. En aquellos días, la criticada pretensión del gobierno progresista celeste se escudaba en esta bandera: “peor que la drogadicción es el narcotráfico; la adicción destruye físicamente a la gente, el narcotráfico destruye ética y moralmente a la sociedad”. Con sus pros y contras, la ley fue aprobada al año siguiente y una declaración de José Mujica sobre el tema llamó mi atención: “queremos arrebatarle nuestros jóvenes al narcotráfico”. Siempre quise preguntarle a EPN cómo planearía resolver esto mismo, ahora sé que –al igual que lo hizo con su declaración posterior al huracán Patricia– seguramente respondería: “pues rezando”. Obviamente el paradigma del Uruguay en esta asignatura es muy diferente al nuestro, pero el problema de origen es el mismo; la cultura del pillaje y el bandido está tan arraigada en nuestros genes que no hay forma de eliminarla. Sin embargo sus consecuencias en nuestra sociedad y en toda Latinoamérica nos han costado demasiado por una persecución rapaz basada en el prejuicio y la ceguera.
Los mexicanos, desde nuestro espíritu fiestero y desenfadado, podemos burlarnos de todo, pero la comodidad es nuestro verdadero estado natural. Estamos adiestrados a que las cosas caminen por sí solas para que a pesar de la opresión, se nos olviden pronto. Tanto que ponemos el grito en el cielo si nos vemos reflejados en los ojos colorados de algún fumador ilegal, pero el narco –el de cuello blanco, el de sombrero y troca– sigue en nuestros altares junto a La Blanca y el San Juditas, así, intocable.
A veces se nos olvida que la seguridad de nuestra casa, nuestro barrio y como nación recae en nosotros mismos; que el adicto no consume porque sí, que los cadáveres no aparecen colgando de los puentes porque sí, que el debate en los medios es timorato por las mismas razones. Este es un negocio en el que alguien sale perdiendo y depende de nosotros madurar reconociendo el vicio de no enfrentarnos a nuestros propios problemas, a nuestros estigmas como sociedad; elegir la inclusión a la prohibición, el diálogo a la imposición para, de una vez, salir del confort de nuestros vicios.
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