Fotografía de Rodrigo Arce.
Yukio Mishima se realizó el seppuku —el popular suicidio japonés por desentrañamiento también llamado harakiri— un 25 de noviembre de 1970 a los 45 años. Justo ese día entregó a su editor el último tomo de la tetralogía que lo haría famoso y en donde plasmaría gran parte de su ideología: El mar de la fertilidad. Entre sus páginas se lee decepción y desesperanza. Una añoranza por el pasado, por el honor y la evidencia del desasosiego por la perversión de las tradiciones, a la vez nos da una semblanza de la transición que vivió Japón después de las guerras.
Hoy conocemos de esa isla muchas más cosas. El sushi, a Haruki Murakami, a Goku, Naruto u Oliver Atom, las geishas, Nintendo y Pokémon. Sabemos que sus ojos son rasgados y que hablan muy rápido y agudo. También que algunos tienen perversiones extrañas y que en el porno se censuran los genitales. Y de entre todas las cosas que podemos enumerar, también sabemos que son altamente dedicados.
“Son asiáticos”, parece ser una frase que dice: “es mejor que tú”. Podrá o no ser cierto, pero al menos podemos decir que se esfuerzan cuando de perfeccionar algo se trata. Ya sea por ser el campeón de Street Fighter, o por perfeccionar un solo (¿inservible?) como los de Dragonforce, los japoneses saben que deben poner empeño. Así también es con el post-rock y con la música en general.
MONO es un nombre que ahora (en 2017) remite a un antro que abre a altas horas de la madrugada, a un primate y a una banda que al menos, deberías ver alguna vez en tu vida. Si no basta el que sean japoneses, podría ser suficiente poner alguna canción de ellos. Y sí, el género no es para todos, pero hay una posibilidad de que en esos abnegados, se esconda un futuro fanático de lo envolvente. De esos que pueden quedar absortos algunos minutos, no distinguiendo qué brazo sobre el escenario hace el sonido que hipnotiza. De los que aprecian que a veces, y sólo a veces, lo abrumador se vuelva tan inefable, que el lenguaje sale sobrando.
La verdad no vi si lo que dicen todas las reseñas sucedió. No vi si la gente ya estaba impaciente por entrar, o la lluvia retrasó a algunos, o si los vendedores estaban afuera del Plaza con la mercancía ilegal, o si las manos se alzaron al aire mientras la respiración se volvía una sola por la emoción de ver a una banda grandiosa. Y si lo vi, poco importó. Lo que sí recuerdo fueron los constantes recordatorios de silencio. También una manía de los “melómanos” impacientes por demostrar que ellos “sí disfrutan”. A final de cuentas, el “shhh” muchas veces es igual de molesto —o peor— que el murmullo de alguien que siente la necesidad de comunicarse. Yo creo que los conciertos son espacios para liberar las pasiones, y retenerlas en un silencio perenne, podría afectar la vida misma de la interpretación.
Asimismo dudo mucho que la mayoría de asistentes supieran que la primera canción se llamó “Ashes in the Snow” o la última “Requiem for Hell”, pero igual estoy seguro que lo disfrutaron por igual.
Antes del concierto estaba platicando con un buen amigo que me decía que Deafheaven es música pesada para fresas. Mencionaba el evento organizado en Guadalajara por INTRSTLRS, en donde se había traído a Annapura y Malastare para acompañar a Deafheaven, en un acto por encumbrar bandas nacionales que, según su gusto, tienen la misma calidad.
Es cuestión de enfoques, claramente. Lo que sí, es que para el mío, la vara había quedado demasiado alta después de MONO. Quizá soy un fresa nostálgico y aburrido, pero Deafheaven no conectó conmigo. No así con los asistentes que se volcaban en elogios a cada espiral que el pelo húmedo del vocalista hacía. Y yo creo que fueron más de mil espirales. Aplausos para audiencia y frontman. No entendí ni una palabra de lo que dijo y fue un fenómeno parecido al de MONO, que carece de palabras. La experiencia tendría que venir puramente de la sensorialidad sin lenguaje. Eso es algo destacable y un ejercicio que recomiendo ampliamente.
A final de cuentas, tuve que irme un poco antes del final del concierto pero estoy seguro que casi todos salieron de ahí contentos; incluyéndome, pues caminando al lado de un amigo que cargaba una cámara, pensé en que quizá si Yukio Mishima hubiera estado ahí, se habría olvidado por un ratito de la nostalgia y se hubiera puesto a apreciar el choque de culturas, contrastes y entendimientos que puede generar la música…
O tal vez sólo pensaba en la tanda de cervezas y risas que seguirían esa noche, lo que sí, es que las sonrisas de satisfacción, se replicaban por doquier.