Por Marta Pallarès
¿Tienen unos 200 días libres? Y me refiero a días completos, a jornadas de sol a sol con sus 24 horas y sus 1.440 minutos: si la respuesta es que sí, bienvenidos a esta fantástica cueva de los tesoros discográficos, a un oasis musical en el centro del D. F. que tardarían esos 200 días en beberse entero. Si se atreven, plántense delante de esta puerta, digan “Ábrete Sésamo” y dispónganse a conocer la fabulosa colección de viniles de Brendan “Descarga” Flannery.
Este güero con espíritu latino es el arqueólogo que nos desentierra en Baúl Panamérika a los padres y madres de los “cortes modernos” que, semana tras semana, llevamos descubriéndoles desde hace cinco años; y en su increíble colección hay cerca de 6.000 de estas joyas. Llegó desde Chicago hace 13 años con unas 500 de ellas, y fue con el convencimiento que en México estaba su hogar que el flujo de discos cambió, de norte a sur: “Al principio cuando volvía a los Estados Unidos me llevaba álbumes para allá, para no acumular demasiados en el D.F.; pero cuando me di cuenta que mi vida me llevaba a quedarme hice el camino inverso y empecé a traérmelos todos”.
El abigarramiento de la colección en su pequeño departamento del Centro Histórico es absoluto, y sin embargo no causa mareo: la personalidad de Flannery, su pasión por la música y la disposición de los discos parecen orbitar en un extraño caos confortable. “Empecé en el coleccionismo sin que hubiera una tradición familiar más allá de algunos álbumes de la época universitaria de mis padres y los típicos álbumes de rock que compraba mi hermano; pero en la secundaria tuve la suerte de vivir un momento en el cual mucha gente se deshacía de sus colecciones de viniles, creyendo que el CD iba a sustituirlos para siempre”. Flannery, uno de los mayores coleccionistas de la Ciudad de México, recuerda cuántas satisfacciones le reportó una tienda situada cerca de su casa: “No daban abasto; en esos tiempos, si un disco no estaba perfectamente nuevo y no era ultrararo, se vendía a uno o dos dólares… y allí estaba yo para recogerlo”. Se ríe con el mismo semblante gozoso que debía tener en esas tardes de adolescencia. “Así es como se llega a los 6.000”, imagino mientras me lo cuenta, aunque en el fondo me resulte inimaginable el llegar a atesorar una cantidad semejante.
Y así fue como empezando “por la música negra, el latin soul o el boogaloo, sonoridades más accesibles para quien no tiene el oído muy entrenado”, el camino se fue abriendo a la salsa y la música cubana, al tropicalismo, a los ritmos afrocaribeños. A un mar de músicas de incontables olas, y un precio más que cuantificable. “El más caro que he comprado fue uno de Willie Rosario por el que pagué unos 2.000 pesos”, apunta casi con timidez Flannery; se trata de un álbum del portorriqueño de principios de los 60, “muy caro por su marca y porque se hizo una tirada muy pequeña”. Si el salsero sabrá jamás que se llegó a pagar algo parecido por una obra suya es algo que me pregunto sólo bastante más tarde, en una casa mucho más vacía de discos.
Aunque la magnitud de este cofre de moneditas de oro no me tome por sorpresa, pues tuve la suerte de ser invitada hace ya algún tiempo a abrirlo por primera vez, reconozco que sigue apabullándome. Así es como se llega a una pregunta cuasi obligada: ¿cómo alguien llega a atesorar algo parecido? ¿Qué tanto de racional y qué mucho de locura hay en un coleccionismo tan exhaustivo? “Me he hecho muchas veces esa pregunta y aún no sé responderla”, responde Flannery con su habitual franqueza risueña. “Lo que sí he detectado es que este coleccionismo ilógico es, con pocas excepciones, algo terriblemente masculino. Me he psicoanalizado a mí mismo buscando un motivo y no lo he encontrado aún, pero sí tengo que confesar que existe un cierto elemento de competitividad: ‘yo tengo esto y pocos más lo tienen’. No se trata de sentirse superior, pero sí sientes un cierto orgullo de que conseguiste un disco a buen precio aun sabiendo que costaba más”. Al rato, Brendan confesará la vez que más le dolió cambiar un disco para darse cuenta más tarde del mal trato que había hecho: por lo visto, también en el mundo vinílico hay una policía del karma que vela por el equilibrio cósmico de nuestras discotecas.
Por décadas, las más abundantes son la de los 60 y los 70; por autores ganan por goleada, obviamente, los más prolíficos. Cuestión de probabilidad. Estantes enteros dedicados a Tito Puente (“grabó más de 100 elepés de los cuales yo no tengo ni la mitad”), un Pérez Prado con el que jugamos a tomarnos fotos chistosas o a la todopoderosa armada Fania. Brendan acelera sus explicaciones mientras yo no doy abasto con mis notas ni Rodrigo con sus fotos. Estamos, literalmente, cual serpientes ante un faquir.
Para los coleccionistas, la flauta de Hamelín encantada toca notas bien definidas: “discos jamaicanos de los 60, que ya ni siquiera encuentras yendo a Jamaica; y también lo antiguo de salsa cubana está difícil”. Imita con su acento entre gringo y chilango el arrastrado parlar de uno de esos vendedores que con los años se convierten en amigos, recientemente fallecido según cuenta su medio sonrisa algo triste: “Está pelaaaao… ay güero, tú crees que esto son enchiladas pero no, esto está pelaaaao”. Ciertos recursos musicales, pues, se agotan igual que los naturales: hay pozos del petróleo salsero que ya dejaron de manar hace tiempo. Quién sabe quién se benefició de ellos y terminó dejándolos secos.
Y así es como nos confiesa cuál es su Moby Dick, la ballena blanca que aún no ha logrado cazar: “Hay un disco en Cuba que se me resiste, de una tal Orquesta Ritmo y Melodía que sólo sacó un LP; yo tengo un 7” suyo y alguien me dijo que existía el LP completo, pero nunca lo encontré”. Desde ese día, no he podido sacarme ese sencillo, simplísimo nombre de la cabeza: Orquesta Ritmo y Melodía. La pretenciosidad en su mínima expresión. La música por encima de todo. Ésa es la obsesión de este afable Capitán Ahab de los viniles, una pieza que pasaría desapercibida a los ojos de los neófitos en cualquier mercado de pulgas; y aunque dicen que la basura de un hombre puede ser el tesoro de otro, ésta es oro puro bajo cualquier prisma.
Así que a Willie Rosario pongo por testigo que si jamás me cruzo con esa monedita de oro, pagaré las que sean necesarias para que se complete la colección, que la generosidad de abrírsenos las puertas a un tesoro semejante no merece menos. Policía del karma, le deben una a míster Flannery.