En Cuba, el triunfo de la Revolución casi cumplía su primera década, y se encontraba en un momento clave de reafirmación ideológica en cuyo núcleo el papel de los intelectuales era fundamental para el modelo educativo del Estado: el empoderamiento del pueblo por la vía de su acceso a la educación y la “cultura revolucionaria”. Con narradores jóvenes como Edmundo Desnoes, la literatura florecía, y el cine llegaba a su más alto nivel de sofisticación bajo la producción del icónico ICAIC (Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos) y el innovador y enérgico trabajo tras la cámara de cineastas como el documentalista militante Santiago Álvarez y el director y pensador de cine Tomás Gutiérrez Alea.
No hay duda alguna de que Memorias del subdesarrollo, presentada en ese 1968 y basada en la novela homónima de Edmundo Desnoes, es la película más importante de Titón –como se le apodaba cariñosamente a Gutiérrez Alea–; más que la también lograda comedia negra La muerte de un burócrata (1966), y definitivamente superior al melodrama contemporáneo incluso nominado a un Óscar en los años noventa Fresa y chocolate (1993). Su adaptación fílmica podría verse, de hecho, como el resultado más depurado de la particular simbiosis entre la literatura y cine cubanos de los primeros años tras el triunfo de la Revolución, y no solamente por la capacidad que el filme tuvo para encapsular la profundidad reflexiva y el virtuosísimo formal de la novela de Desnoes –por su sofisticación, por cierto, única en la literatura latinoamericana de su tiempo–, sino en la confección de una pieza cinematográfica que mejor que cualquier otra, logró plasmar, a partir de una especie de pastiche tan existencialista como sociológico, la realidad de una Cuba que se transformaba en su totalidad bajo el surgimiento de un nuevo régimen social y cultural. La cinta de Gutiérrez Alea estaba influida, además, por otra revolución: la del cine que del otro lado del Atlántico había brotado de las vanguardias europeas y se esparcía por las cinematografías del resto de mundo con una virulencia incontrolable.
En las Memorias de Gutiérrez Alea y de Edmundo Desnoes, el personaje central de Sergio –de apellido Malabre en la novela y Carmona en la adaptación fílmica– representa una figura particular en cuya lucidez recae la melancolía ilustrada de una clase privilegiada desplazada por el cambio político y testigo de la destrucción de su mundo por parte del avance popular. A diferencia de sus familiares y amigos, burgueses burdos –partícipes de un escenario en decadencia que encontraría su nuevo nido en la Miami del autoexilio–, su conflicto no reside tanto en la pérdida del estatus y el despojo material; vive, más bien, en el desconcierto, nunca exento de una cierta fascinación, que le produce ese derrumbe. El penetrante retrato de las vagancias delirantes de Sergio por las calles de La Habana y su encuentro con personajes como la bella y joven Elena, representante de ese nuevo mundo producto inconsciente de la Revolución, se vuelven nuestros, extrañamente entrañables, en una película que capta, como quizá ninguna otra, el espíritu total de un momento único de la historia latinoamericana.
Por Gustavo E. Ramírez
Cineteca Nacional
Ciudad de México, 6 de julio de 2017