Hansel y Gretel: la niñez olvidada
Debe ser una mirada muy minuciosa que se conjuga con una precisión delicada en las manos la que se necesite para el talento de tiritero. En el Teatro Juárez, niños y adultos se prepararon para ver Hansel y Gretel, presentada por el Teatro de Marionetas de Salzburgo, en el marco del Festival Internacional Cervantino.
Esos pedazos de madera tallada articulada, con retazos de tela y un sinfín de hilos hechizaban la mirada de cada uno, por su acercamiento tan certero a los movimientos reales. Cada detalle estaba íntimamente cuidado, hasta el pasto del bosque se hacía presente por su bella manufactura.
La música era de composición de Engelbert Humperdinck y el libreto en alemán escrito por Adelheide Wette. Cada títere tenía un trabajo en tallado de madera acompañado de su indumentaria, hechos a cargo de Pierre Monnerat.
La obra fue presentada como ópera en alemán. Los textos de traducción estaban demasiado altos e iban muy rápido para que los niños hubiesen logrado leerlos. Sin embargo, probablemente este hecho solo hizo que los pequeños vivieran una experiencia distinta, mientras los adultos nos esforzamos por leer, contaminándonos del lenguaje como conductor de la narración; los pequeños se dejaron llevar por la música y las escenas presentadas por los títeres en movimiento.
En una actitud absurda que proclama un comportamiento específico para ver la obra, los adultos se sintieron con el descarado poder de callar a los niños. Algunos niños decían: “¡Un gato!”, “¡La Bruja!”. Los adultos pedían silencio como si los niños tuvieran que seguir los mismos patrones de adiestramiento cuando la obra era para ellos. Sin embargo, no se dejaron vencer y aplaudieron cuando Hansel y Gretel lograron encerrar a la bruja dentro del horno.
La historia parece simple. Dos niños perdidos en el bosque, son atrapados por una bruja que desea devorárselos. Para ello, pretende engordar al niño con deliciosos bocados para que su sabor sea mejor al comerlo, mientras que decide que la hermana le ayudará limpiando. Los niños logran vencer a la bruja, meterla al horno y huir para encontrarse con sus padres que los están buscando. Todo termina bien, al parecer.
Más allá de la historia, ¿Qué podría darnos este cuento de los Hermanos Grimm?; el relato es sobre una niñez olvidada. El panorama desde el principio es un hoyo en el estómago y el deseo de algo delicioso que comer, en una habitual situación de hambre y trabajo. Mientras los niños intentan huir de esta realidad con el juego, los padres los regañan y les piden seriedad para seguir realizando las duras tareas diarias, como si no bastase el trabajo arduo sino además hay que vivirlo con tristeza obligada.
Hansel y Gretel, no hablan de sistemas económicos o formalismos sociales, se preguntan genuinamente por qué a ellos les toca quedarse con hambre, por qué los pobres tienen que vivir de tal manera. Entre un padre que trabaja duramente y no le alcanza, y una madre que no puede con su rol, sintiéndose exasperada por la situación. Los niños salen expulsados al bosque en búsqueda de fresas. Ahí encuentran la deliciosa casa hecha de galleta glaseada donde los engatusará la bruja. El final, bueno, ése es feliz.
¿Podríamos conectarnos con dicha historia?, frente a la pobreza, las imposibilidades sin explicación y un dios que promete que a los pobres, proveerá (como cantan al principio de la obra). Pero las cosas no cambian, la majestuosa casa de galleta podría trasladarse en nuestro país a la recluta del narcotráfico, a la delincuencia, etcétera, que le dan lo inimaginable a quiénes nunca han tenido nada.
Desde los niños pobres en las zonas rurales de Alemania del Siglo XIX de quiénes hablaban los Hermanos Grimm, hasta los niños que vemos (y no vemos) deambulando entre padres ausentes o demasiado preocupados por subsistir. Un panorama que no vislumbra mejoría dentro de un ambiente de permanente violencia, no extraña que al ofrecerse una casa de galletas caigan en las garras de La Bruja para ahondar en la tragedia humana, en la vida real, probablemente no hay un final feliz.
Tal vez, debamos dejar de callar a los niños. Parar con obligarlos a vivir las cosas en el orden jerárquico que nos enseñaron a nosotros, pues al menos hasta ahora, no ha funcionado bien. La desigualdad sigue presente, y hasta que ningún niño deje de sentir un hoyo en el estómago, no podremos decir que hemos hecho justicia.
Las historias que creamos son sobre nosotros. Y muy legítimamente Hansel y Gretel que tenían poco de llegar a este mundo, tenían todo el derecho a preguntarse, ¿por qué los pobres deben vivir así?...
Los niños que llenaron el Teatro Juárez, presenciaron la genuina sorpresa de lo que veían jugueteando ante sus ojos, los títeres no eran mecanismos articulados y fabricados, sino eran realmente el conejo, la bruja y el duende. En su ligereza de aceptar el engaño, nos dieron una lección a todos los adultos ahí, el arte puede ser un real mecanismo de plantear otras formas posibles de creérnoslas.
Fotos: Claudia Reyes Ruíz. Festival Internacional Cervantino