Cuando la esposa de un amigo se embarazó nos dieron la noticia mientras nos encontrábamos reunidos en su sala de estar. “¡Felicidades! ¿Ya saben qué va a ser?”, pregunté. “Niña”, respondió el futuro padre. “No vas a volver a dormir en toda tu vida”, dijo preocupado uno de los asistentes. “No vas a volver a dormir en toda tu vida”.
Sigo sin comprender si estaba bromeando o en verdad le estaba dando el pésame por adelantado. La respuesta, me ocupé de aclararlo, no hubiera sido la misma si la criatura en camino hubiera sido varón, o si, para ponerlo en términos más precisos, hubiera nacido con un pene.
Lo que resulta curioso es que lejos de lo amenazante de la frase, pareciera que en verdad, en los hombres, sí hay un dejo de conciencia de esa desventaja en la que vive quien nace mujer.
Al asegurarle a su amigo que no volvería a dormir en su vida, este hombre estaba haciendo evidente los riesgos que una mujer en su cotidiano, que esa fragilidad con la que es percibida es, de alguna manera, un constante estar en peligro. Falta aclarar si tienen noción que realmente el peligro han sido ellos (como género) o si creen que la razón por la que nunca más dormirán en su vida es porque su hija constantemente se estará buscando las desgracias que (ojalá nunca) le pasen. Ambas opciones son una fuerte posibilidad, pero estoy segura que los hombres saben que el problema es la violencia que ejercen como género, que en algún punto reconocen que hacen uso de esa ventaja; aunque al momento de encarnar un hecho violento se proyectan en un otro que se dibuja impalpable, sin nombre, rostro o apellido.
Ese desdibujamiento ocurre más enfáticamente cuando, en efecto, son culpables de un delito en contra de una mujer; ahí es cuando se escurre cualquier mala intención, cualquier carácter violento en ellos. En el momento en que un hombre transgrede a una mujer, sobre todo cuando la asesina o abusa de ella, el criminal se separa de la humanidad de su persona. Lo grave de todo esto es que la mayoría de las veces la responsabilidad la depositan sobre su víctima.
“No es violación si no hay penetración”, declaraba el juez de uno de los Porkys que violaron a una chica en Veracruz. Ahí un ejemplo de cómo borrar sus responsabilidades, de cómo se normaliza lo aberrante. Nadie de nosotros dice conocer a un acosador, violador o a un feminicida y, sin embargo, sí conocemos a mujeres acosadas, asesinadas, abusadas o violadas.
Cuando Javier Méndez Ovalle descuartizó a una chica de 19 años en Tlatelolco inmediatamente saltaron los medios a hablar de su inteligencia y genio: Es un “destacado estudiante, ganador de olimpiadas de física”, se leía en las notas; “Juez condena a 50 años de prisión a estudiante modelo”, decía el titular de Proceso. Como si por ser buen estudiante quedara exculpado de ser un asesino o si el hecho de ser un genio lo excluyera por default de pertenecer al caricaturesco grupo de criminales (ojo) des-cuar-ti-za-do-res .
Sépase: sólo hace falta un instante para pasar de ser un ciudadano ejemplar a ser un violador o un asesino, es el mismo instante que hace la diferencia para pasar de ser una mujer ejemplar con su vida e integridad intactas a convertirse en una estadística, en una víctima de la violencia de (o contra el) género. Víctima y victimario se gradúan exactamente al mismo tiempo y lo que hayan sido antes de ese momento pasa a segundo plano.
En un estudio publicado en 2017 por el Consejo Ciudadano de la CDMX se reveló que el perfil de los abusadores en el metro de la capital mexicana es en promedio el de un joven con empleo y pareja. Es decir que el mismo pervertido que en el metro restriega sus partes contra el cuerpo de varias mujeres es el mismo que en su casa podría incluso ser un buen padre de familia, alguien con un comportamiento social esperable, deseable; “una persona normal”. ¿Entonces? ¿Estamos frente a un tema de la psicología o de la sociología? ¿Un hombre comete un crimen de género por una desviación sociopática o es al contrario? El problema es paleolítico, trasciende los márgenes individuales. Las condiciones que le dan al hombre la posibilidad de transgredir el cuerpo o la vida de una mujer son producto de la repetición de una idea injusta durante años. Entonces, un hombre que asesina a una mujer como Ricardo Alexis hizo con Mara, al parecer lo hace en un marco de permisividad social, lo hace porque puede y aunque esté penado, en la praxis hay muchas formas de escapar y librarse de la pena.
En 2017 han asesinado a 83 mujeres solamente en el estado de Puebla, lugar en donde ocurrió la desaparición, violación y asesinato de Mara Fernanda. Tan solo durante este año, 259 mujeres están reportadas como desaparecidas en esa entidad. El resto del país no está en mejores condiciones. Este es el año más violento en México, el New York Times reporta 100 mil muertos y 30 mil desaparecidos en lo que va del año en territorio nacional. Es evidente que el contexto en el que hoy día se están dando los feminicidios es más que adverso, México atraviesa un momento en donde una vida vale menos que un celular y el cuerpo de una mujer vale mucho menos que eso. Es esta una violencia machista, sí, al menos sí es una violencia masculina.
¿Desde hace cuánto tiempo comenzamos a tipificar, denunciar y hablar de manera generalizada sobre los casos de maltrato, abuso, violación, feminicidio? No pasa de 20 años. Somos muy nuevas en esto de nombrarlos y denunciarlos, pero el problema es ancestral.
Pensé mucho en la escena de mis amigos cuando me enteré sobre la desaparición y muerte de Mara. Me imaginé a su padre, a mi amigo, a mi propio padre, al padre de mi sobrina… ninguno de ellos “volvió a dormir” cuando llegó a su vida a una mujer nacida de su propia sangre.
¿Será que el asesino de Mara habrá escuchado alguna vez esta frase... “no volverás a dormir en tu vida”? ¿Qué pensará de las mujeres que conoce?