El rap que rompe estereotipos violentos: Juan Sant
Fotos por Marlene Vizuet Morales
Hacía mucho calor, pero seguro que para Juan el clima estaba casi perfecto. Lo encontré debajo de la escultura de Carlos IV (la famosa de Tolsá), aquel rey en quehacer bélico montado a caballo. ¿Qué pisa el caballo? El carcaj. Se ennoblece su sentido como conquistador de esta tierra llamada de indios. Y así ha devenido la Historia, como conquistadora, aún si debe pisar y destruir.
Me sonrió y entramos al Museo Nacional de Arte, me dijo que jamás había entrado allí, que le desagrada el centro por su multitud de gente. Él, prefiere el cerro, pasa sus domingos entre el silencio del pasto y las risas juguetonas de sus hijos, tiene tres.
Nos decidimos sentar en una banca, frente a una “Adoración de los pastores”, la gente fluía todo el tiempo alrededor de nosotros, demasiado ruidosos y otras demasiado observadores.
“¿Por qué Juan Sant?”, es fácil. “Me llamo Juan y me apellido Santiago”. La grandeza del edificio le sorprendió, los cuadros dispuestos en fondo blanco los miraba de reojo mientras caminábamos, parecía curioso, tal vez es mi imaginación, pero podría haber estado emocionado.
No es casualidad que Juan no se sienta cómodo en el centro; pervive aun su relación amor-odio con la ciudad. Venirse a la megalópolis no es fácil, cuando llegó del municipio de Pantepec, Puebla, tenía 15 años, los suficientes para tener su primer trabajo citadino.
“Ellos te ponen pruebas, van a dejar un billete para ver si tú lo agarras. No vayas a agarrar nada. Te meten a la cárcel”, le dijo su padre como recomendación para prepararlo al mundo laboral de la urbe. “Ellos suponen que porque uno es indígena es ratero”. Una tortillería en Azcapotzalco fue el primer lugar donde trabajó de 7 am a 8 pm por $200.00 pesos a la semana. El dueño le gritaba frente a los clientes, Juan no se inmutaba, de algún modo ya lo esperaba, sus padres le advirtieron que era lo más normal, siendo indígena debía esperar el maltrato.
Nuestro color nos define, esa es la realidad para casi todos. Es un mundo muy lejano al idilio de la democracia y la igualdad prometida. Juan era muy joven cuando ingresó al mundo barbárico de la ciudad, (lejos del campo que amaba) donde su color implica el no tener acceso a la educación, en trabajar mucho por muy poco y donde hay que esperar lo peor.
“No digas nada. Quédate callado”, eran los consejos de sus padres. Algo no sonaba bien para Juan. “Un señor me dijo, ‘¿por qué dejas que te traten así?’”, él no sabía explicarlo, el hecho de ser indígena era la única razón para su silencio, uno que le dolía y le exasperaba hasta los huesos.
El silencio y la pasividad obligada pueden ser muy peligrosos, parece que hicieron crecer en Juan la frustración, la necesidad de huida. “Andaba en malos pasos, me uní con los cholos de mi barrio”. No era la búsqueda de delinquir lo que ocasionó su unión a los cholos sino que encontró en ellos el orgullo de su color de piel que en todos los demás lugares implicaba obediencia necesaria. “Con ellos no me sentía juzgado, ellos tienen orgullo de quiénes son; pero lo malo es que me convertí en la oveja negra de mi familia”.
Nos reímos un rato de eso, ser la oveja negra de la familia es un papel a veces un tanto divertido. Juan andaba vestido de cholo y dándole a los “malos pasos”, como diría él, de esa manera llegó el rap a su vida. El primer rap que llegó fue el gangsta, el de los balazos y la hombría inflada.
“No me sentía identificado con eso, no era lo que andaba buscando”, así que decidió tomar lápiz y papel. Hizo algo que no había hecho antes, atreverse. Su atrevimiento fue tal, que se paraba en las fiestas del barrio, “donde tocan puro reggaetón, y te dejan subirte a decir tus rimas, pero te bajan luego, luego si no les gustas”. Entre el baile cachondo, el alcohol y el ruidero, Juan Sant, se convirtió en una oveja negra para siempre, porque desobedeció lo que le tocaba, transgredió el silencio y tomó la palabra. “A mí nunca me bajaron”, sonrió cuando me lo dijo.
Detrás de Juan, una de las guardias del museo nos veía insistentemente, su mirada se clavaba en nosotros, temía que en cualquier momento viniese y nos corriera por romper el supuesto silencio sepulcral que debe reinar en un museo, pero siguió ahí parada todo el tiempo. Les cuento esto, que pareciera un detalle inútil, porque la señora será un gran personaje de nuestra historia, pero deben esperar un poco más.
Juan seguía jugueteando con la mirada, la paseaba entre las pinturas y los visitantes del museo que no dejan de tomar fotos. Yo veía la comisura de su boca, que tiene una pequeña arruguita al final y sentía todas las miradas que se nos juntaban por estar en medio de la sala. “Entonces, empecé a hacer rimas, escribía cada vez que podía, pero en español”.
En casa, su papá y mamá hablan en totonaco, pero en la escuela “háblales en español”, le dijo su padre. “Y yo obedecí, hablaba en español. Nos obligaban a hablar y a escribir en español”. Y así anduvo mucho rato, ocultando la magia de su lengua madre; sin embargo, eso empezó a ser un sinsentido para Juan, “quería diferenciarme de los demás Mc, y eso es lo que me hace diferente”. Entonces, tomó al totonaco y lo hizo rap.
Wittgenstein, nos delegó “los límites de mi lenguaje significan los límites de mi mundo.” Y el mundo de Juan; sus recuerdos, los nombres del monte y las palabras de cariño de su familia están en totonaco. “El totonaco es una lengua muy alegre, más alegre que el español”. Hacer que combinara con el rap fue en un primer instante difícil, no tenía la misma forma ni fonética que el español. “Entonces escuché rap en francés, y me di cuenta que se parecía mucho. Y todo resultó bien”
La oveja negra lo hacía otra vez, desobedeció. Alzó la voz con el alegre totonaco, porque rapear en su lengua era la clave de sí mismo. “El rap me salvó, me sacó de los malos pasos. […] Y me dio una voz”. Rompió con el silencio obligado, por la denuncia hecha palabras.
“Yo quiero con mis rimas, luchar contra la discriminación. […] Decir que ser indígena no significa aguantarte. Explicar con mi lengua cómo vivimos y cómo luchamos”.
Luchar en una época donde ya todo está supuestamente dicho y lo que nos queda no es más que esperar el final sentados frente al monitor, parece recobrar sentido cuando Juan mira el mundo y actúa a partir de los imposibles. Dirán, que estoy exagerando, que lo que escribo sólo tiene el propósito de “quedar bien”, pero, en verdad lo creo. Y lo hago porque parece que la historia nos fulmina con los fallidos intentos de proyectos colectivos, con la siempre presente tragedia. Y ahí estaba Juan, sentado al lado mío, demostrándome que no importa cuánto pesa la historia sobre nosotros, que puede romperse con sólo atrevernos. Que un indígena puede hacer rap y que todo un sistema de categorías, se van al carajo con música.
Ya no es el indígena que debe estar oculto, guardado en silencio. Que debe procurar no molestar con sus modos de vida, tan extraños y antiproductivos. Se acabó. Al menos para Juan, y estoy segura que con su presencia, ha de liberar a algunos cuántos más del trágico silencio. Porque Juan dejó de ser esclavo de las palabras de otros y se convirtió en sí mismo, en el productor del lenguaje. Tomó la palabra y cambió. “El rap me ayudó a darme cuenta que yo tenía algo que decir, y que podía hacerlo”.
Juan trabaja en una textilera donde le dan permiso de faltar a veces o llegar tarde por los eventos a los que lo invitan, me contó que normalmente estos eventos se realizan en dependencias públicas como museos y casi siempre bajo la temática de lengua originarias. Y eso le parece muy bien, pero hace una observación muy pertinente, de alguna forma se repite la estigmatización. Es decir, quedarse en el ámbito del museo o la casa de cultura, pero no entrar al panorama de la música. En la producción musical de escucha masiva se siguen repitiendo los mismos discursos de hombrías agresivas, violencia exaltada y el deseo por dinero.
Así que si algún despistado o alguien con paciencia divina ha llegado hasta este punto del texto, observe su mundo musical y comience a depurarlo por uno más crítico sobre las propuesta con las que nos bombardea todo el tiempo el capital. Y no se engañe, lo maravilloso de Juan Sant no es porque sea una curiosidad totonaca, es por su trabajo musical.
“Dicen que cuando uno comienza a ser adulto, comienza a parecerse a sus padres”, me contestó cuando le pregunté qué música escuchaba ahora, “Las jilguerillas”, dijo. Me reí mucho, el rapero, escuchando voces agudas con guitarras, pero me di cuenta de lo verdadera de su afirmación pasada; al crecer los recuerdos nos van inundando y la música de nuestros padres se va calando poco a poco como furia nostálgica.
Acabamos la entrevista. Puse stop a la grabadora del celular y nos miramos, preguntándonos qué seguía. “¿Estaban haciendo una entrevista?”, preguntó la guardia que nos miró durante todo el tiempo. Le respondimos que “sí”, y ella parecía feliz. “A mí me encanta este trabajo. Ver a la gente haciendo cosas creativas, aprendiendo de ella. […] Me siento muy orgullosa de que los jóvenes hagan cosas”. Juan y yo queríamos proponerle que le llamará a nuestras madres, para que la convencieran que somos la onda como ella decía. Seguimos la plática por un buen rato y nos dio un abrazo y un beso para el camino.
Decidimos irnos, el camino sería largo, sobre todo para Juan. Caminamos hacia el metro, le pedí tomarle una foto frente a la emblemática entrada del metro Bellas Artes. No sonríe, su seriedad fotográfica no combina con la gentileza de su trato y nuestras recurrentes risas.
Llegamos a la desastrosa estación Hidalgo, él iba al norte y yo al sur. Nos despedimos. Y yo quedé contenta, esperanzada de que el mundo se equivoca cuando pretende castigar la bondad y que la palabra sí tiene el poder de curar las almas.