Escuchando al cosmos

Escuchando al cosmos

En sí, la música culta es un lenguaje formado por sonidos y por lo mismo es susceptible de cambio adaptándose a las nuevas necesidades de expresión que van surgiendo en cada época, y del mismo modo en que leemos un libro y ponemos atención a la hora de encontrar sus imágenes, al escuchar piezas clásicas podemos darnos cuenta de que estos sonidos describen condiciones anímicas, y logran crear en la audiencia complejas reacciones… tal y como si las estuviéramos presenciando cara a cara.

Imagen vía Smithsonian Magazine © Huub Louppen

Imagen vía Smithsonian Magazine © Huub Louppen

Científicamente hablando, la tonalidad ha modificado el lenguaje desde el inicio del los tiempos, creando códigos culturales complejos en éste (nótese como ejemplo la acentuación o el tono sarcástico). Sin embargo, no estamos hablando de lenguaje musical en sí, pues aún se depende del uso del idioma para usar el tono o la acentuación, por lo tanto se depende de los códigos acordados entre culturas en particular y no de un lenguaje universal como es la música. Cuando escuchamos la sinfonía 1812 de Tchaikovsky o la Eroica de Beethoven, podemos evocar a Napoleón, podemos rememorar el sentimiento de traición que surgía alrededor de los pueblos de Europa, y finalmente podemos traer a la memoria la caída de un tirano. Por supuesto, aún dependen los nombres de las obras, y se puede discutir que el imaginar un suceso histórico al que está dedicada una pieza simplemente se debe a que conocemos el contexto y lo asimilamos como una especie de efecto placebo.

Para comprender mejor, cómo funciona el lenguaje musical, hay dos piezas en concreto que logran crear imágenes y experiencias reales y vivas en sus oyentes. Se tratan de Los planetas de Gustav Holst, y Cuadros de una exhibición de Modest Mussorgsky. La primera se trata de una descripción astrológica de los diferentes planetas, compuesta justo después de la Primera Guerra Mundial, la segunda relata una visita a una exposición de cuadros, compuesta a finales del siglo XIX. Dejando de lado las diferencia entre los años de su creación, las diferentes nacionalidades de los compositores y la diferencia de estilos, las obras de Holst y de Mussorgsky tienen en común que sólo mediante el uso de títulos para las diferentes piezas, se crean representaciones vívidas de los astros o de los cuadros.

Ballet de polluelos en sus cáscaras

Ballet de polluelos en sus cáscaras

Las pinturas en las que Mussorgsky se basó para escribir Cuadros de una exposición pueden encontrarse con facilidad en internet, pero si se desconoce tanto la obra musical como la pictórica, es interesante escuchar primero la musical y, posteriormente, descubrir los cuadros en los que están basadas las piezas, descubriendo que la percepción imaginaria en realidad no es tan distante de lo que Mussorgsky tenía en mente a la hora de componer.

Por otro lado, aparentemente la obra de Holst puede parecer más sencilla de interpretar, puesto que se trata de los planetas. Un dato curioso a considerar es que Holst en realidad nunca compuso su obra dedicada a los planetas astronómicos, sino a un horóscopo astrológico. A pesar de este detalle, su obra sigue describiendo a la perfección a cada uno de nuestros vecinos cósmicos; Marte, con su poderoso color rojo y su aspecto de peligro; Júpiter, con sus colores vibrantes y su tamaño imponente; Saturno, con su belleza mágica y Neptuno (que en la época de Holst era el último planeta descubierto) con su melancolía, evocando lejanía y soledad. En este caso, las representaciones sinfónicas de la obra de Holst muchas veces han sido acompañadas con imágenes astronómicas, y es interesante saber que en 2015, Bellas Artes colaboró con Francisco Salgado, astrónomo puertoriqueño, para transmitir imágenes del espacio acompañadas de la obra, representación que obtuvo un rotundo éxito.

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La música clásica es bella y puede ser más digerible si se acompaña con imágenes, o al menos si se tiene la referencia histórica o visual de lo que trata de representar. Sin embargo, como los libros, la música pura, sin apoyo de otros elementos presenta una magia que es difícil de comparar, al permitir al locutor una experiencia única, una recreación de imágenes personal, y sobre todo un vínculo emocional entre el compositor y quien escucha su obra. Podemos no conocer el contexto detrás del cual se escribió la Partita para violín no. 2 de Bach, pero al escucharla podemos compartir su dolor; podemos desconocer las múltiples pérdidas que Brahms sufrió antes de componer Ein Deutsches Requiem, pero aún así sentimos una punzada en el corazón; podemos ignorar como eran las obras originales que inspiraron a Mussorgsky al escribir Cuadros de una exposición, pero aún así nos sentimos como si estuviéramos en una galería frente a ellos; justamente porque el verdadero poder de la música clásica radica en compartir almas, radica en compartir historias, y sobre todo, radica en que el locutor no pueda evitar que lágrimas, risas o profundos sentimientos heroicos escapen de él a la hora de escuchar una pieza.

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