Entre calaveritas y el jalogüín millenial ¿Cuántos de nosotros en realidad deseamos morir?

Por Lourdes Aguilar

Experimentar sensaciones de peligro al hacer deportes extremos donde tu cuerpo debe estar adaptado para recibir cualquier tipo de coalición representa diversión. Retarse a sí mismo al cruzar de extremo a extremo la naturaleza a miles de pies de altura sobre una cuerda de nylon: delirio. Efectuar los saltos más extremos en medio de la nada al montar una bicicleta: excitación.

De manera inconsciente sometemos nuestro cuerpo a los más rudos tratamientos. Ponemos la alarma una y otra vez por si nos quedamos dormidos para obtener “otros cinco minutitos más” en el afán de alcanzar un buen descanso y ser altamente productivos. Entrar y salir, una y otra vez del sueño profundo para fumar tabaco y desayunar un café, el perfecto estimulante a falta de tiempo para consumir lo que el cuerpo necesita.

 

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Nos inventamos nuevas drogas, adquirimos más costumbres auto destructivas y tenemos mayores efectos tóxicos. Tomar alcohol de una manera descontrolada, nos saca de nuestra vida habitual. La tecnología en un afán cotidiano, nos mantiene en un constante envío de correos y mensajes instantáneos, que inherentemente exigen una respuesta inmediata de parte de nuestros remitentes. La neurosis no permite entender que, más allá de una vida virtual, tenemos otras responsabilidades en las que es necesaria nuestra atención. Mientras deseamos estar en todos lados, la vida avanza y nos saturamos de demasiadas cosas por atender. 

 

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Repetimos historias hasta el punto de la emulación. Bajo estas condiciones existe la necesidad de llegar a ese punto al que nadie quiere llegar conscientemente: la muerte.

Sigmund Freud y otros autores le nombraron a esto, la pulsión de muerte. ¿Qué es la pulsión? aquella que nos hace sentir el deseo inherente de experimentar un momento de paz, aquel que solo alcanzamos al momento de morir. En una cruda visión de contemplarse caminando (aún sin voluntad alguna) deseamos volver a un estado primitivo de calma total, donde la vida anímica que llevamos por la fastuosa necesidad de acumulación nos mantiene presionados y estresados. 

Finalmente solo hay ruido, velocidad, tensión y movimiento. Los vasos sanguíneos se contraen, el ritmo cardiaco se acelera, se dilatan las vías respiratorias, toda la sangre se dirige hacia los músculos como el oxígeno a los pulmones; explosión de adrenalina y un shock anafiláctico, en algunos casos después la muerte. Entonces llega el silencio, la calma, la armonía. Porque para morir hay que vivir y para vivir hay que morir. Sólo la muerte es la que nos hace sentir vivos.

 

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