El último cuadro que pintó Remedios Varo
Una vela, una mesa, un mantel. El comienzo y el fin, la muerte y la creación. Elementos que constelan en una bóveda decagonal. Una galaxia interminable, continua y explosiva que engendra luz en mitad de la penumbra de la piedra, el silencio y la soledad. Así de poderosas y múltiples son las alegorías que habitan el último lienzo que pintaría Remedios Varo en el mismo año de su muerte. Un cuadro de poco más de un metro de altura, precedido por su boceto a grafito igualmente admirable: Naturaleza muerta resucitando.
Hija natural de España, adoptiva de tierras aztecas, Varo siempre dotó a sus retablos de inmensa, potente y, a veces, indescifrable carga simbólica. Desde sus pequeños formatos hasta sus trípticos y extensos masonites, todas sus láminas se nos revelan como periscopios, ventanas, mirillas de un picaporte que alientan la curiosidad y el asombro frente a una dimensión insospechada. Un vistazo a un gabinete intimista, hermético y etéreo que nos convida de la formidable fantasía, del ingenio pletórico de una hechicera ermitaña que en sus obras alimentó a la Luna, exploró el río Orinoco, navegó en magmas dorados y hasta bordó el manto terrestre.
El 8 de octubre de 1963, Remedios Varo murió en su casa por un infarto al corazón. Un partir súbito, sin adornos ni cataclismos. En su estudio se encontraron dos piezas: un boceto y una obra terminada. Naturaleza muerta resucitando sería finalmente la elegía pictórica con la cual acompañaría su sepultura y sellaría su legado magistral, dejando inacabado sobre papel mantequilla el cuerpo de un hombre trazado a lápiz, frente a uno de aquellos artilugios insólitos y llenos de ruedas que solía dibujar. Música del bosque no vería nunca el óleo ni el lienzo, pero como ocurre con todo lo esotérico, lo místico y lo arcano, los designios divinos no se equivocan. Con Naturaleza muerta resucitando, su última pieza, Varo dejaría la estampa más insigne y elocuente para despedir su estancia material en este mundo.
Inmortalidad estática
Considerado como el menos noble de los formatos artísticos en la jerarquía de géneros, el bodegón o naturaleza muerta encontró su esplendor en la pintura flamenca y sirvió de pretexto para mostrar el dominio técnico de sus creadores frente a la luz, el color, la composición y la capacidad sensorial y evocativa de sus pinturas, pero también, el deseo y la admiración en tiempos de hambruna.
Frutos suculentos que antojan ser mordidos, explosiones florales que intentan contener la primavera entera en un jarrón, abejorros zumbadores, guirnaldas que no pueden soportar su peso. Es imposible pensar en los bodegones flamencos como “naturalezas estáticas” (Still life) desprovistas de vida.
Vasta mirar El Pavo Real Albino de Jan Weenix o los floreros de Verbruggen para sentir ese asalto indómito de la corporalidad y el hastío saliendo del marco. Aún cuando el tremendo ejemplar alado cuelga exánime de una pata, con otras aves y liebres degolladas a su alrededor, la visión colosal de su tamaño y la majestuosidad de su blancura, contrapuestas sobre un fondo palaciego crepuscular con fuentes y arboledas, nos bastan para sentir viva a la magnánime ave imperial.
La naturaleza muerta de Remedios no es la excepción a ese concepto vivaz, imperecedero y fotográfico de las escenas flamencas. En un retruécano exquisito y poético como acostumbra, se apodera del supuesto género de arte menor y nos planta un lienzo de más de un metro de altura que de inmediato desafía las convencionalidades de los bodegones a pequeña escala. De hecho, Naturaleza muerta resucitando es uno de sus cuadros de mayor dimensión, apenas por debajo de su célebre Huida que la supera por treinta centímetros.
Varo no sólo se apropia de las dimensiones, sino también del nombre: si la naturaleza representada debe estar muerta e inmóvil, ella la hace dinámica y transitoria. En 2010, el escultor hiperrealista australiano Ron Mueck tomó prestado el término y a través de un ejercicio muy literal, expuso su propia Naturaleza Muerta con un pollo muerto y desplumado de dos metros. Remedios se comisiona el término y lo resucita casi cincuenta años antes.
El enigma
Sobre un piso segmentado en 10 triángulos, ambos poderosos símbolos numerológicos (el diez como orden divino, eternidad, origen, la cruz romana y el tres, santísimo, armonioso, rítmico), Remedios coloca una mesa redonda (círculo, flujo, totalidad, unidad, infinito) que sostiene una vajilla de ocho platos (ocho, resurrección, renacimiento, continuidad, octágono, de nuevo el infinito) y una vela.
Con un despliegue de magia, de esos que amaba pintar en acción —sólo que ahora, pareciera que el mago está escondido—, los recipientes plateados se elevan en el aire, renunciando a la gravedad. Sobre ellos, orbitan en elipses cósmicas de polvo estelar toda clase de frutos jugosos y exuberantes, propulsados por la energía de la flama incandescente del cirio central. Un sistema solar, o más bien, frutal, que se eleva sobre el cuarto de muros infértiles y sombríos.
Pomposos y suculentos, vemos danzar cítricos, moras, fresas, un mango y un durazno, retratados con la misma delicia y color con que acostumbraban los flamencos. Por supuesto, de todas las frutas, una granada es la que explota. Sus lagrimitas coloradas caen al suelo y, sin necesidad de rocío ni de composta, fecundan y son prolíficas. De entre las grietas, se elevan tallos lozanos y las raíces se expanden como extremidades libres. La vida comienza de nuevo después de la explosión, como una enana blanca convertida en supernova. Lo mismo ocurre con una naranja que también explota y cuyas semillas se disipan y convierten en retoños que flanquean la mesa, cuyo mantel no se resiste a ondear por la fuerza centrífuga que domina la habitación.
Sobrevolando la escena, cuatro libélulas se manifiestan como símbolos del cambio. La metamorfosis de la libélula es una de las más dramáticas en el mundo de los insectos. Su carga alegórica como mensajeras entre planos espirituales y portadoras de sabiduría, las refrendan como testigos insignes de la revolución orgánica que ocurre frente a ellas. Atraídas por la luz, acceden a la alcoba por la única ventana visible: un pequeño arco ojival que parece ir y venir de una insondable oscuridad.
Otro de los aspectos interesantísimos y sugerentes de Naturaleza muerta resucitando es que se trata de uno de los pocos escenarios que no posee protagonistas antropomorfos en su narrativa en la obra de Varo, lo que vuelve más relevante y atractiva su decisión de emplear un bodegón como vehículo para sus alegorías. Célebre por sus híbridos humanoides, en su último cuadro no se asoma ningún vagabundo, flautista, cazadora o vampiro y, a primera impresión, pareciera que tampoco la vemos a ella. Al menos no en una de sus tantas copias fantasmagóricas de nariz aguileña que de pronto se hacen presentes como autorretratos difusos entre la maleza o detrás de densas capas de ropa.
Pero, ¿y qué hay de la candela que funge como centro de esta recién nacida galaxia? ¿Qué de esa vela erecta y firme de flama incansable? ¿Qué de esa centella, qué de esa chispa infusa que ha brotado de la nada y ha conseguido dinamizar y reanimar y crear nueva vida de un bodegón estático en una prisión de roca? Ahí está Varo. Ahí se retrata a ella misma refulgente como llama original. Hágase la luz... y ella se hizo.
Una última anotación para sellar el cuadro: la importancia del gerundio. Al bautizar el lienzo como Naturaleza muerta resucitando, la forma verbal nos expresa simultaneidad, coincidencia y coexistencia con el tiempo en el que ocurre la acción. No es una naturaleza muerta RENACIDA ni RESURRECTA. Es una que está RESUCITANDO y en su composición espiral, nos evidencia esa continuidad y permanencia. Lo que vemos como espectadores, está pasando en ese instante, desenvolviéndose frente a nosotros, en un acto que no cesa y que nos exige seguir mirándolo.
La gran y eterna explosión
Así, sin saberlo ni planearlo, Varo consiguió inmortalizarse en su autorretrato más contundente y poderoso, meses antes de su muerte. Con Naturaleza muerta resucitando, Remedios ilustró el Big Bang, la creación del todo, la indestructibilidad del espíritu y la trascendencia de su ser a través de cosas simples como platos, frutas y utensilios, pero sobre todo, nos revela su inagotable, inspiradora, siempre viva, revolución creativa.
En palabras de Virginia Woolf, Remedios siendo la que es:
“Qué tanto mejor es el silencio: una taza de café, una mesa. Qué tanto mejor es sentarme aquí, conmigo misma, como el ave solitaria que abre sus alas en la estaca. Déjame sentarme aquí, por siempre, con estas cosas sencillas. Esta taza, este cuchillo, este tenedor. Cosas siendo lo que son, yo siendo la que soy”.