Helena Varela 8 de Agosto de 2012
En estas fechas inicia un nuevo ciclo escolar. Millones de jóvenes, padres de familia y maestros tienen puestas las expectativas en un proceso de formación que se supone va encaminado a lograr mejores condiciones de vida tanto individuales como sociales. Es ya un lugar común señalar que la educación es una de las claves para el desarrollo de nuestras sociedades, el motor del cambio que puede ayudar a acabar con la pobreza y a disminuir las desigualdades. Insisto, en principio parece muy poco rebatible esta afirmación, sobre todo si tenemos en consideración mi labor como profesora universitaria.
Sin embargo, creo que valdría la pena discutir algunos puntos en torno a las expectativas puestas en la educación por las sociedades actuales y cuestionarnos la forma en que está funcionando el sistema educativo.
Planteémonos qué tanto está ocurriendo lo que ya señalaba Bordieu: que las escuelas tienden a reproducir las desigualdades existentes, culturales y sociales. En la medida en que a través del proceso de enseñanza-aprendizaje replicamos ciertos valores y los afianzamos como parte de nuestra identidad, estaremos perpetuando el statu quo, en lugar de promoviendo el cambio. El caso de los roles de género es quizá uno de los más paradigmáticos. De nada sirve que los libros de texto hablen de la igualdad entre hombres y mujeres, si el maestro o la maestra sigue asignando en los trabajos las cuestiones más de forma y presentación a las niñas (“para que quede bonito”) mientras que los niños se encargan de los temas de fondo.
Por tanto, en nuestra función como docentes debemos preguntarnos qué tanto estamos contribuyendo o no a la transformación de nuestra sociedad. Y aquí intervienen otros factores que nuevamente ponen en entredicho la afirmación de que la educación es la clave para acabar con la pobreza o las desigualdades sociales. Pensemos qué está ocurriendo hoy en día en una sociedad como la española, por ejemplo, en donde la tasa de desempleo juvenil está en torno al 50%. Y lo paradójico de esta situación es que estos jóvenes son los mejores formados y educados de toda la historia de España. Nunca antes se habían logrado unas tasas tan altas de escolarización hasta los niveles superiores, y nunca se habían tenido tan bajas expectativas con respecto a lograr mejores condiciones de vida que las de sus padres. ¿Qué es lo que está fallando?
La respuesta radica en considerar que no se puede entender el sistema educativo por sí solo, sino que hay que situarlo en el contexto más amplio del modelo socioeconómico en el que dicho sistema se desarrolla. De nada nos sirve educar si luego no hay oportunidades para desenvolverse de acuerdo a las cualidades, habilidades y conocimientos adquiridos. De hecho, cuando esto ocurre, como en España, surge la “indignación”.
Por tanto, ahora que comienza el ciclo escolar en México, cuestionémonos qué estamos ofreciendo para transformar nuestra sociedad, y no lo hagamos nada más como una simple pregunta retórica. No nos olvidemos que de los 62,682 jóvenes que presentaron el examen de admisión para entrar a la UNAM, casi el 90% fue rechazado. Mucho menos debemos olvidar que en nuestro país ya hay más de 7 millones de los llamados ninis, es decir, de jóvenes que ni estudian ni trabajan. Y con todo y los que sí lograron entrar al proceso educativo a nivel superior, no debemos dejar de preguntarnos ¿para qué estamos formando a nuestros jóvenes? ¿Qué futuro les depara con el modelo de desarrollo económico que tenemos en la actualidad?
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