Deuda histórica: México tardó tres siglos en nombrar mujer ilustre a Sor Juana
Como si se tratara de un renglón olvidado en una larga lista de pendientes, el actual Gobierno de la República, con un pie afuera de su administración y apenas a unos días de la transición de poderes, decidió nombrar por decreto presidencial a Sor Juana Inés de la Cruz como “mujer ilustre” el pasado 26 de noviembre. “Más vale tarde que nunca” asegura el refrán que pretende excusar las omisiones o las ausencias prolongadas y así parece, pues el honorable nombramiento expedido por Enrique Peña Nieto e inscrito en el Diario Oficial de la Federación llega con más de trescientos años de retraso.
Si bien sorjuaninos y sorjuanistas por igual han celebrado y, por supuesto, avalado tal reconocimiento de la Décima Musa, es inevitable emitir un gesto de incredulidad y sorpresa frente a la sola idea de que su propia nación se demorara tres siglos en otorgarle un honor tan evidente y obligado. ¿Es real que su propio país apenas atina a referirse a ella, personaje imprescindible de su historia, con el adjetivo de “ilustre”? ¿Por qué hasta ahora el gobierno mexicano incita en su informe a “difundir su vida y obra” como si se tratara de alguna novedad histórica o descubrimiento insólito de nuestra era?
La historia le queda corta otra vez a nuestra Juana. Aclamada en su época por “dulcísimos cisnes” europeos y “muy querida” por las virreinas novohispanas, Sor Juana vivió en una era que le quedó chica, una en la que no pudo asistir a la universidad para saciar su deseo más vehemente, que era el de estudiar para “ignorar menos”. Su sexo la privó en aquel entonces del acceso a una formación académica, pero eso no la detuvo en su búsqueda implacable por el conocimiento. Aprendió a leer a los tres años, devoró la biblioteca de su abuelo a los seis y supo latín en tan solo veinte lecciones, continuando su proeza intelectual en la corte virreinal y tras los muros del convento hasta su muerte.
Pero por años, o más bien, siglos, Sor Juana ha sido “un bien esquivo”, una figura ensombrecida por la contemporaneidad, alejada de la voz popular de su país y aprisionada en las esferas cultas de eruditos y literatos que buscan descifrarla. Su exquisita obra sobrevive en la colectividad gracias a sus célebres redondillas de Hombres necios, muestra minúscula de su genialidad, mientras que las extensas e intrincadas tesis de decenas de intelectuales mantienen viva la “llama trémula” de su insondable encanto y su nunca acabada biografía.
Más allá de los tratados sorjuanistas y del mito creado por Octavio Paz, su nombre no tiene la misma resonancia que otras figuras de nuestro legado histórico, aún cuando la abundancia de su obra y sus profundas disertaciones —tanto científicas como filosóficas— la vuelven un personaje sin precedentes en el Siglo de Oro español y no sólo en la literatura mexicana.
Si apenas el Gobierno de la República se siente motivado a instruir la difusión de su vida y obra, no es sorpresa que su grandeza se haya visto circunscrita por décadas únicamente a la estampa del billete de 200 pesos. La culpa de su abandono no es sólo de su pueblo que no la lee, uno que quizás no ha conectado con las formas y estilismos de su época y que no ve en una monja a un ícono digno de admirar. La responsabilidad también ha sido de los líderes de su patria, quienes la han dejado a la deriva, en la inopia y sin exequias, tras el velo de una memoria rígida, gris y tardía.
El mismo convento de San Jerónimo, que sería su hogar por la mayor parte de su vida, es evidencia del olvido deshonroso de Sor Juana. A finales del siglo XVIII, periodo que fue severo con ella como con todo el barroco, el convento fue expropiado a causa de las Leyes de Reforma y otorgado al gobierno para usos militares. Entrado el siglo XIX, sirvió como pago para el arquitecto Antonio Rivas Mercado, quien lo obsequió a sus hijas y de ahí, por casi cincuenta años y hasta la década de los sesenta en pleno Siglo XX, el que fuera claustro de una de las plumas más insignes de las letras castellanas serviría como teatro, centro nocturno, vecindad y estacionamiento. Fue hasta 1975 que se iniciarían las labores de reconstrucción por decreto de José López Portillo, para convertirse finalmente en universidad en 1979.
Un año antes, el arqueólogo Arturo Romano Pacheco encontraría 27 cuerpos de monjas entre los escombros, de los cuales, destacó uno por las peculiaridades de su ataúd adornado con filetes dorados y el medallón de carey con la imagen de La Anunciación que acompañaba el cadáver, símbolo inconfundible de todos los retratos de Sor Juana.
Así, pasarían 37 años para que no sólo el esqueleto fuera corroborado con 99.9% de certeza como “los verdaderos restos de Sor Juana”, sino que hasta entonces, se le realizó una procesión modesta dentro de la Universidad, en compañía de alumnos y empleados, para ser reubicado finalmente en el vestíbulo del ahora auditorio “Divino Narciso”, cumpliendo con la voluntad de la monja, inscrita así en su testamento.
Es decir, que hasta 2015 el cuerpo de Sor Juana recibió una simulación austera de honras fúnebres, sin la opulencia que otras figuras de su grado han recibido y apenas paseándose por las instalaciones de su ex-convento. Ahora, con el decreto del 26 de noviembre, se instruye también a la Secretaría de Gobernación “llevar a cabo los homenajes póstumos y obras necesarias” para conmemorar a Sor Juana en la Rotonda de las Personas Ilustres del Panteón Civil de Dolores.
¿Esto qué significa? ¿Se perturbarán sus restos que apenas llevan tres años de descanso en el que fuera su hogar, luego de pasar tres décadas en las bóvedas de un laboratorio? ¿O se instalará en la Rotonda solamente un mausoleo simbólico y sin cuerpo, que bien pudo haberse erigido desde hace años en su nombre?
Sea cual sea el destino que pretenda su nación para Sor Juana, lo único que tiene por certero es su legado indiscutible. Las palmas y encomios nunca le faltaron. Antes de “mujer ilustre” fue llamada musa y fénix; la décima de Apolo, la primera ave portentosa de América. Su retrato puede hallarse desde un óleo en Filadelfia hasta una escultura en Madrid. La han diseccionado eruditos alemanes, norteamericanos y británicos, venciendo las fronteras del idioma para poder charlar con ella en sueños. Sus fanáticos se extienden por todas partes del mundo, pero sin duda son los mexicanos, herederos de su imperio literario, quienes más la enaltecen, escribiéndole loas y felicitaciones de cumpleaños, desde el papel hasta publicaciones en redes sociales, como si siguiera viva. Porque lo está.
Quizás ahora podremos admirar con especial asombro su siempre ardiente poesía o su alucinante visión del mundo, uno matérico y espiritual que asimiló bajo el vaivén de su pluma o en la mirilla de su telescopio.