Por: María Fernanda García (@maria_efe)
I.-
Conocer a alguien, vivir en una sociedad y ser parte de una cadena de producción, son acciones que le dan al hombre un lugar en el mundo, lo vuelven real. En este sentido, la teoría de los seis grados de separación, aparece como una suerte de legitimación individual en función del colectivo. Suponer que somos parte de un sistema de redes, puede condicionar nuestras acciones. Vivir bajo el “dogma” de la teoría, supone una condición de prisión eterna: una cadena al mundo. Si el mundo es un pañuelo y todos estamos vinculados, eventualmente podríamos encontrarnos...
El azar y el destino serían, entonces, una variación de la premisa o su propio sustento. ¿Bastaría comprobar el vínculo con la persona-objetivo para asumir la pequeñez del mundo? Para fines de este escrito, no importa si los postulados son comprobables, asumo que nunca podrán someterse a pruebas con rigor científico. Lo interesante es pensar en la necesidad narrativa del hombre, necesidad que se convierte en el deseo de articularse en las distintas redes. Como si, eventualmente, esas redes lo completaran.
En la literatura es claro, los lectores están acostumbrados a historias donde el destino actúa. Asumimos con naturalidad que dos enamorados vuelvan encontrarse, que un asesino pague por sus maldades y que las familias separadas se reúnan. Aún sin conocer los relatos clásicos de Occidente, dominamos la forma en que operan. Vladimir Propp y Joseph Campbell, cada uno desde su trinchera, identificaron algunas constantes en las grandes historias. Todas ellas marcadas por una suerte de casualidad o “magia” que permite que los relatos sean redondos y acabados, condición que asegura su vigencia.
II.-
Por casualidad, hace unos años empecé a leer al novelista y poeta contemporáneo Paul Auster. Leí el primer libro en las mismas fechas que se citaban en la novela, el mismo mes en el que sucedía la historia. Como el protagonista, visité un archivo, busqué entre fotos de gente que no conocía. Escribí la descripción de alguien que luego me encontré entre las líneas de un texto ajeno. El autor es conocido por su obsesión con el azar y las casualidades. Tiene la capacidad de articular lo inarticulable, crea escenarios propicios para que un joven escritor descubra que el padre que lo abandonó, es el hijo perdido del anciano al que cuida para ganarse unos dólares.
En mayo, o quizás en junio de 1999, Auster fue invitado a cubrir un espacio de transmisión en la Radio Nacional Pública de Nueva York. Junto con su esposa, la novelista Siri Hustvedt, ideó el formato de un programa. Le pidió a los oyentes que enviaran sus relatos, no había restricciones, la única condición era que fueran verídicos. Le interesaba que las historias rompieran los esquemas, que fueran anécdotas que revelaran fuerzas desconocidas que intervienen en la vida, “historias reales que bien pudieran ser ficción”[1] Recibieron 4,000 relatos y seleccionaron 179 para publicarlas. Entre las 179 seleccionadas, sorprende encontrarse con ciertas constantes: memorias recuperadas, reencuentros con el pasado, juegos del destino y redes entre desconocidos. Los temas se repiten, las historias también.
Todos nos sentimos seducidos por temas misteriosos e inexplicables. Muchos podemos contar o conocemos a alguien que haya sido sorprendido por las “fuerzas sobrenaturales del azar”. Los seis grados de separación, representan una alternativa para ordenar la realidad y justificar las redes con las que se entretejen “por accidente”. Si queremos, funciona como modelo de articulación de una realidad que bien podría ser ficción.
María Fernanda García (Ann Arbor, 1987) nació en Estados Unidos por accidente, vive en México desde que sus recuerdos le permiten saberlo. Nunca aprendió a andar en bicicleta y estudió la Licenciatura en Historia en la UNAM. En los últimos años se ha especializado en temas relacionados con la Literatura Infantil en México. En el 2012 se dedicó a leer todos los libros de Paul Auster. Actualmente es editora en Obras para Niños y Jóvenes del Fondo de Cultura Económica.
[1] Paul Auster, comp., Creía que mi padre era Dios, Anagrama, México, 2011, pp. 10