Texto de Gustavo E. Ramírez Carrasco, colaboración de la Cineteca Nacional.
¿Cómo se explica la propagación de la violencia que desde hace más de una década carcome a una buena parte del territorio de México? ¿Podemos entender la silenciosa degradación de pueblos y ciudades que, sin ninguna garantía por parte del Estado, se consumen en una guerra cuyos límites políticos nunca han sido bien claros? ¿Qué hay detrás de la conversión de campesinos y trabajadores pobres de la ciudad en mercenarios para unos cárteles del “narco” que ya no solamente trafican con narcóticos, y en cambio, administran multidisciplinarios sistemas criminales anclados a la misma estructura gubernamental?
En Tempestad, el segundo largometraje de la documentalista salvadoreña-mexicana Tatiana Huezo, la incursión en el terreno de la violencia producto del crimen organizado es emprendida a través de los testimonios de dos mujeres que, en distintos lugares y circunstancias, han sufrido en la propia carne, o en la de sus familiares, el dolor y la injusticia de un estado de guerra cuya proximidad es cada vez más latente: en 2010, deliberadamente acusada por la PGR de un crimen que no cometió, Miriam Carvajal fue extraída de su lugar de trabajo como empleada del Instituto Nacional de Migración en Cancún para ser enviada, a más de 2 000 kilómetros de distancia, a un penal tamaulipeco controlado en su totalidad por un cártel; en otro punto del país que no es especificado, Adela Alvarado, otra mujer, también madre de familia, artista junto a su familia en un circo trashumante, fue privada de su hija de 20 años por un grupo criminal vinculado a las fuerzas judiciales.
Como en El lugar más pequeño (2011), la opera prima de la directora, cuya estética naturalista se extiende a Tempestad –casi como si se tratara del segundo capítulo de una saga–, la cámara recorre lentamente el paisaje de rostros y la luz tenue de los atardeceres; también los caminos de árboles, captados desde la velocidad del movimiento, toman la forma de sombras vertiginosas que intensifican la emotividad de una voz off en perfecta simbiosis con la imagen.
Pero a diferencia de la primera película, en donde la exploración sonora y audiovisual se circunscribe a un espacio específico (el pueblito salvadoreño de Cinquera), aquí el escenario es un México desdoblado, casi siempre en tránsito, y donde igual se pueden ver las fachadas llenas de balazos en la castigada ciudad de Matamoros, Tamaulipas, que una central de autobuses de la Ciudad de México poblada de semblantes intranquilos. Si algo se puede remarcar de ésta, la intimísima crónica a dos voces del vacío y la desesperanza de un país sumido en la confusión y el miedo, es una suerte de belleza cáustica extraída entre el esplendor de las ruinas.
https://www.youtube.com/watch?v=XBAFOZf9dog