Quemar para volver a sembrar: Chile perrea al ritmo de ‘Ema’
En aquellos colores del atardecer parecía que el cielo ardía, y si bajamos la mirada,lo corroboramos. El cielo ardía. Ella sostenía un lanzallamas con el deseo de quemarlo todo.
Ema (Mariana Di Girolamo) es una joven bailarina que se desenvuelve en una compañía de danza contemporánea encabezada por su pareja Gastón (Gael García). Ambos adoptaron a Polo, un niño colombiano, pero a raíz de un accidente provocado por él en el que la hermana de Ema queda con el rostro desfigurado, éste es devuelto a la agencia que se los entregó, y los problemas de pareja quedan al descubierto.
Previo a la proyección en las Islas de Ciudad Universitaria, actividad que formó parte del Festival Internacional de Cine UNAM (FICUNAM), la protagonista mencionó que lo nuevo de Pablo Larraín tocaba temas necesarios y contemporáneos de su país natal. Para quienes han sido testigos del quehacer del director chileno, saben que los argumentos puestos sobre la mesa son siempre de tintes políticos y sociales. Su diálogo ha sido a través de eventos y personajes que se han situado en la Historia nacional, o internacional, pero en esta ocasión, la premisa no es tan explícita y directa.
Difícil de catalogar, la película podría ser un drama musical, una pieza experimental o una comedia negra, esto no importa. La culpa de que no seamos capaces de despegar los ojos de la pantalla la tienen en gran medida Sergio Armstrong y Nicolas Jaar, colaboración vibrante de cinematografía y música, respectivamente.
Pero la estética visual y el sonido son sólo conductores de un personaje controvertido. Como audiencia buscamos empatizar con nuestros protagonistas desde el momento en el que se nos presentan, sin embargo con Ema esta labor es complicada. Nunca estamos de lado contrario, pero las decisiones que va tomando no siempre son del todo comprendidas ni simpatizadas. Como advertencia se lo menciona a uno de los personajes, pero también nos los dice a aquellos que estamos en las butacas: “Cuando tú sepas lo que yo estoy haciendo y por qué, te vas a horrorizar.”
Cuando el deseo de poseer algo es tan fuerte, hasta la ética pierde validez. Se torna un mero constructo, y en Ema, Larraín hace eso: rompe los constructos. Mutila la idea de familia, maternidad, relación de pareja, masculinidad, pero sobre todo, de mujer y todo lo que encierra el paradigma femenino. ¿Cómo? con actos como la devolución de un hijo a la agencia de adopción; el sexo fogoso sin edad, género, o estrato social; y la defensa del reguetón como género de liberación y manifiesto del propio cuerpo. Temas que, de primera instancia, no tendrían una relación directa, pero se entretejen, de tal manera, que al final “la crisis” es el común denominador para llegar a la transgresión.
Existen países que han sido precursores de la protesta. Países que el malestar lo somatizan alzando la voz, gritando. La de Ema es una manifestación que nos invita a participar con el torso, las extremidades y los poros en espacios clandestinos, incómodos, estrafalarios y con poca luz. Una propuesta de diálogo poco convencional en la que a partir del movimiento abrimos espacio al pensamiento, a la reflexión de conflictos sociales.
La realidad contemporánea de Chile no dista mucho de la de algunos países latinoamericanos, México entre los primeros lugares. Tener el deseo de “quemar para poder volver a sembrar” es un sentimiento cercano y familiar, el mismo que hoy se siente, cada vez con más fuerza, en luchas como la feminista.