Attends, attends, attends Texto y fotos por Carolina M. Payán
Hablar de Troubleyn para mí no es fácil, es un montaje que posee demasiadas capas, la dramaturgia en escena nos remite al instante a una amplia tradición literaria, desde la Eneida cuando Virgilio habla del oscuro barquero del infierno del cual destaca su aspecto lánguido y rojizo hasta los soliloquios shakesperianos del príncipe danés Hamlet que sostiene con su padre a raíz de ser impunemente asesinado por su tío, todas estas lecturas más otras que se nos presentan a la mente son acompañado por una danza impresionante y vigorosa que nos adentra en el umbral de los infiernos de la mismísima divina comedia, de esta nuestra trágica humanidad.
Como parte de la oferta del FIC, la compañía del celebre Jan Fabre fue invitada como embajadora de la danza franco-belga donde el director, autor y coreógrafo nos deja muy en claro la necesidad de dialogar con su padre, de explicarle la motivación de sus actos y sobre todo liberarse de los grilletes del difunto patriarca.
¿Qué hijo no desea superar a su padre?, ¿Qué hijo no desea regirse a sí mismo?, Troubleyn es la voz de dos generaciones en disyuntiva en la que el hijo interpretado por el genial Cédric Charron pide consuelo y tiempo a su padre eterno, al pedirle que lo considere y no le juzgue, que lo abrace, más no lo sofoque.
Jan Fabre amante de la tradición flamenca crea una coreografía rigurosa, atrevida y feroz en la que es evidente su gran acervo visual, toma elementos de la pintura tradicional belga de entre los que destaca una de Joachim Patinir en la que Caronte pasea por el Estigia como un poeta lúgubre transportando almas, mientras gobierna sobre las aguas del perdón y el olvido.
El perdón es un valle sórdido cuyo drama reside en dar despedida a lo que nos duele y abrazar la tímida calma, naturalmente en el inter los huecos quedan expuestos pero la esperanza funge como fuego nuevo.
Es importante resaltar que Fabre al igual que Fellini toma como avatar la corporalidad de Charron y a través de él manifiesta ostensiblemente sus delirios y preocupaciones. En un acto de suma intimidad y empatía, el ilustre coreógrafo, obsequia tal composición a su más entrañable bailarín y amigo, (Charron); en esa atmósfera la camaradería salta a la vista, el trabajo en conjunto sobresale en cada aspecto, desde la intrincada historia hasta la ambientación nostálgica en la que una suave niebla cubre el espectáculo como si estuviéramos en la barcaza del Hades.
Para esta puesta en escena Tom Tiest mete las manos de manera prodigiosa, al componer estrechamente con Fabre y Charron durante el proceso creativo de la música, misma que dará comparsa al montaje, en ella los claroscuros se hacen visibles desde el momento en que las olas del Aqueronte se desbordan sobre cada uno de los espectadores, de entre las cuales emerge como por arte de magia una marioneta roja, un hombre cuya efigie nos remite a Cristo y que con su danza se transforma en un demiurgos que pende de un palo que a veces funge como yugo y otras como remo, la música dispara el ritmo en la cual Charron/Caronte devela la pena que acongoja su corazón, él quiere ser un testigo fiel de la elegancia de lo inútil, un hijo libre, un hombre fuerte, un espíritu inquebrantable, que sólo lo logrará si hace las paces con el padre ausente.
Sensual y vulnerable Caronte moderno, no faltará a la tradición de su nombre, él conoce el peso exacto de la dinastía a la que pertenece, un linaje que trasciende al tiempo y que sólo mediante la paciencia y el coraje podrá redimirle.
Charron/Caronte como buen rapsoda nos cuenta la historia voluptuosa de una relación de obsesiones y ambiciones en las que por cada óbolo dado una extremidad es liberada.
De manera suntuosa Charron/Caronte resplandecen con un fulgor trágico, este héroe romántico toma a su padre en su barcaza y lo desposee de todo cuanto los ata, el barquero cubriendo la deuda del muerto en vez del muerto al barquero, es una enseñanza perfectamente irónica en la cual la urdimbre de cielo e infierno se saldan, alivio y angustia conviven en una erótica y tanática trayectoria sanadora.
Troubleyn es una puesta en escena equiparable al Pájaro de Fuego de nuestros tiempos, en los que Cédric Charron podría ser tomado como el Vaslav Nijinsky, Jan Fabre como Mikhail Fokine y Tom Tiest como Igor Stravisnky respectivamente, su trabajo es el resultado de una búsqueda permanente por los límites de la psique y el cuerpo.
En definitiva una experiencia conmovedora y avasallante en la que un solo hombre cubre en su totalidad el escenario como un relámpago escarlata que surca las tinieblas, derrumbando los muros emocionales entre actor y público.