Caddy Adzuba: la Fénix del Congo en la Ibero
“Siempre es difícil pronunciar la primera oración”. Así comenzó su discurso la periodista y abogada congoleña, Caddy Adzuba, después de una larga pausa frente al micrófono y un par de sonrisas introspectivas; sus ojos, profundos y expresivos, clavados en la audiencia, como asimilando a cada uno de los casi cien asistentes que se dieron cita para escucharla en el Auditorio Ignacio Ellacuría S.J. de la Universidad Iberoamericana el pasado 3 de mayo, oportunamente en el marco del Día Mundial de la Libertad de Prensa. “Hace muchos años que dejé de escribir mis discursos. Hoy hablo desde el corazón”, remató con contundente y conmovedora sensibilidad.
Comenzar este texto también es difícil. ¿Cómo hablar de un personaje como Caddy? ¿Cuál de todas sus estremecedoras y contundentes palabras citar primero? ¿Cuál de sus logros? ¿Cómo honrar la figura y proezas de una mujer extraordinaria con palabras que apenas pueden aspirar a ser tan elocuentes y vigorosas como las suyas? Si algo quedó claro ayer durante su conferencia en la UIA es que Adzuba es una mujer con una voz estentórea; no por su entonación, sino por su retórica.
“A veces le pregunto a Dios, ¿por qué nací en África? ¿Por qué nací negra? ¿por qué nací en un país en guerra? Yo no lo elegí y estoy segura de que ustedes tampoco eligieron nacer aquí. A mí por ejemplo me hubiera gustado ser la hija de Bill Gates”, bromeó con una sonrisa en los labios mientras los asistentes correspondían la ocurrencia con una audible carcajada. “Pues resulta que sí, soy negra y estoy orgullosa de ser negra, negra congoleña”.
Caddy Adzuba ha dedicado prácticamente toda su vida a esparcir un mensaje de paz y reconstrucción social a raíz del conflicto bélico en su país, la República Democrática del Congo, iniciado en 1996 y que ella recuerda haber comenzado a vivir a los 13 años. A los 15 fue separada de sus padres, en un destierro y abandono obligado que sufrió dentro de su propia nación. Finalmente, a los 17 se reencontraría con su familia, pero ella ya no era la misma. Transformada por las atrocidades de su realidad, Adzuba se planteó un único objetivo: “era una chica adolescente de 17 años que dijo que iba a poner fin a esta guerra”.
En la primera parte de su charla aludió también a las mujeres mexicanas. “Cada día que me despierto, tengo que luchar, porque cada día tengo que enfrentar el miedo, tengo que ir por el mundo a rogar por la paz. Y aquí estoy. Yo también sé de ustedes, sé lo que padecen las mujeres en su país. Y si bien es cierto que geográficamente estamos lejos unas de otras, desafortunadamente sufrimos de la misma manera. Las mujeres, aquí y en cualquier parte, siguen siendo mujeres”.
La audiencia permaneció prácticamente callada, atenta e inmersa en la cadencia de la voz de Caddy, quien describía con asombrosa vivacidad las anécdotas y hechos que han encauzado su vida a la búsqueda de la reconciliación, el empoderamiento y la conciencia entorno a la violencia indómita y bestial que ha cobrado millones de vidas inocentes en el Congo. Al respecto dijo: “Yo me pregunto, ¿por qué los que planifican la guerra no mueren en su guerra? ¿Por qué no derraman su propia sangre? No, son los niños y las mujeres que no pidieron esta guerra los que tienen que pagar por los conflictos de otros, por los intereses de Occidente”.
Caddy pidió que todos los que poseyeran un smartphone levantaran la mano. La respuesta fue obvia. Todos lo hicieron, incluso la misma Caddy. “¿Sabían que en sus manos tienen la sangre de niños congoleses? ¿Saben por qué es la guerra del Congo? Por el coltán. El coltán es un elemento esencial para la fabricación de los smartphones. Nuestra tierra es una tierra rica y diversa. Tenemos muchos recursos naturales. Tenemos oro, metales, agua. Y la próxima guerra también será por el agua. Pero el coltán no lo extraen de manera civilizada. Nos están haciendo la guerra por el coltán. Niños y hombres son explotados y esclavizados en el Congo, en las minas. Y nosotras las mujeres nos hemos vuelto esclavas sexuales de los Señores de la Guerra”.
En ese momento, el tono de Caddy pasó de ser sensible y humorístico a ferviente y crudo. Una solemnidad sombría engulló al auditorio. “Me prohibí a mí misma traer imágenes de la atrocidad que se vive en el Congo. Antes traía imágenes de esa violencia indescriptible, ¡pero ya no quiero mostrar más imágenes de horror!”
Eso no la detuvo para narrar una historia abominable capaz de superar cualquier pieza de ficción: “Para que tengan una idea de lo que se vive en el Congo, les contaré de una mujer y su familia, a quien tuve la fortuna de acompañar hasta el último de sus días”. Y así, prosiguió con un relato cruento y sádico que parecía interminable: un grupo de Rebeldes tomó la casa de una familia congoleña durante la noche mientras cenaban. Le ordenaron al padre que se acostara con sus dos hijas. Él se negó: “Nunca podría violar a mis hijas. Prefiero morir”.
“Como los hombres son misericordiosos con otros hombres, le dispararon en la cabeza y lo mataron”, dijo Caddy. Después los agresores le pidieron al hijo que violara a su madre. “Prefiero morir”, dijo. Y así lo hicieron. Una vez que acabaron con los hombres de la familia, los Rebeldes violaron a la madre y a sus dos hijas, una de ellas de once años. “Por favor mátanos también”, suplicó la madre. “Ustedes las mujeres no tienen derecho a morir. Las balas salen caras, no son para las mujeres”, sentenciaron sus verdugos.
Esta es la parte soportable de la historia. El resto de lo que nos contó desciende en una espiral de inhumanidad y salvajismo impronunciables, imposible de concebir. No me atrevo a describir siquiera lo que sucede después. No se necesita decir más para comprender la ferocidad y virulencia que la raza humana puede ejercer una vez que ha abandonado el juicio, la compasión y la dignidad por el otro. Caddy no titubeó en ningún momento durante su relato.
“Cada día vivimos historias que parecen increíbles, imposibles. Pero nadie habla de eso en los medios. Vimos al mundo entero movilizarse por un tsunami en Asia o hablar obsesivamente acerca de Siria. Pero, ¿quién habla de los seis millones de muertos en el Congo? ¿quién habla de las violaciones masivas que se cometen contra nosotras?”.
Sin embargo, el mensaje de Caddy es de esperanza y conciliación. Un reverdecer en la conciencia y el espíritu humano, en especial el de las mujeres. Por eso, a pesar de la crudeza e hiperestesia a la que nos sometió durante casi diez minutos con su franqueza y explícita descripción, la luz no tardó en volver a su rostro y sus palabras:
“Antes, nosotras las mujeres éramos víctimas y a nadie le importaba. Nadie nos quería oír. Hoy ya dejamos de ser víctimas. Cambiamos de estrategia, dejamos el llanto. Cuando uno lucha a favor de un valor, uno gana. Yo dejé de luchar por la violencia sexual hace mucho. En esa guerra fracasé. Hoy lucho a favor de la dignidad de las mujeres y en esa lucha he triunfado".
Mucho más habló Caddy durante la hora que se dirigió a su audiencia mexicana, conformada principalmente por mujeres. Estudiantes, académicas, amas de casa. También hombres, todos sensibles y abrasados por la voz de Adzuba, quien les dijo: “Las mujeres son la fuerza y admiro a los hombres que deciden acompañarlas en su lucha. La política siempre nos hace vulnerables y víctimas. Si nosotras queremos desarrollar nuestros países tenemos que demostrarle al mundo lo que somos en realidad. Eso no va a aparecer en los medios. Los medios siempre dicen ‘¿qué les pasa a los africanos?’, ‘¿por qué siempre están peleando?’ ¡Esta guerra no la iniciamos nosotros! Las guerras se planean. ¿Cómo ahorrarse millones en municiones y armas? Pues sembrando el terror. La violación es una táctica de guerra. ¿Ustedes creen que un hombre que sabe que violarán a sus hijas y esposas va a salir a combatir? ¡Por supuesto que no! A los hombres los desmoralizan, enloquecen. Cientos de ellos están en clínicas porque perdieron la razón. Los hombres aceptan irse a las minas o enlistarse a los ejércitos para evitar que violen a sus hijas. No somos una población de idiotas, somos una población obligada a vivir en la esclavitud. En el Congo hemos bailado muchísimo, y después del canto y la danza, hemos vuelto a trabajar y las mujeres hemos tenido que enfrentar solas nuestro destino”.
Al final de su conferencia —que cumplió con todas las acepciones de “magistral”— y después de una horda de aplausos, se abrió un conversatorio entre el público y la abogada congoleña, acreedora del premio Príncipe de Asturias a la Concordia en 2014. Cuando una de las asistentes le preguntó cómo ha podido soportar tanto tiempo la brutalidad de su entorno y no abandonar su país, ella respondió con la última intervención conmovedora que tenía preparada: “A veces cuando llego a mi casa, ya hay cincuenta mujeres esperándome. Todas con un problema diferente. Y yo les digo: yo no soy el gobierno, yo no soy la policía. ¿Por qué vienen conmigo? ¿Acaso no saben que yo no puedo ayudarlas? Y entonces ellas responden ‘sabemos que usted no es el gobierno ni la policía, pero usted tiene algo que nosotras no: su voz. A nosotras nos da miedo hablar, a usted no’. Y eso es lo que me despierta todos los días. Me han disparado más de una vez y ninguna bala me ha tocado. No sé porqué, pero aquí estoy y aquí seguiré. Mi trabajo es sensibilizar a la comunidad internacional”.
A lo largo de la historia y de las artes, personajes ilustres y formidables han sido llamados Fénix por sus hazañas, únicos en su especie (Lope de Vega, Sor Juana). Según la mitología, el canto del Fénix curaba corazones afligidos y sus lágrimas servían de ungüento a las heridas. Así, Caddy Adzuba, a sus 37 años, ha surcado el mundo con su voz, un canto indomable y férreo por la paz. Ha resurgido de entre las cenizas de la guerra, la inmundicia y el caos, sólo para revelarse triunfante y autónoma. Por eso y más, ella es la Fénix del Congo.
“La paz debe definir todo lo que nosotros somos. La paz nos hace perfectos. A veces necesitamos que la paz nos falte para saber lo que es. Dos mujeres y yo pusimos una denuncia frente al senado estadounidense. Hoy existe una ley que prohíbe que las multinacionales norteamericanas compren minerales del Congo. Tres mujercitas insignificantes lograron eso. Si se quiere, se puede”.
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