El tamal: Más allá de la identidad mexicana
Este texto fue publicado originalmente en la columna de Ibero 90.9 en Publimetro.
Cualquiera que haya nacido en Latinoamérica, en México o, yéndonos muy locales, en Veracruz, tiene una relación de amor y odio con el tamal. Dominar el mundo del tamal es casi tan complejo como llegar a conocer el propio mundo. Uno nace y durante sus primeros años de vida se tiene que esforzar por decodificar los símbolos que le ayudarán a relacionarse con los suyos. Por lo menos en México, esas relaciones se construyen en el camino de conocer las diversas variedades de tamales, que tan sólo en México se calculan entre 500 y 5000 versiones.
Interesante sería conocer de dónde viene esta tradición de celebrar con tamales, por lo menos en nuestro país su carácter festivo es incuestionable. ¿Por qué celebramos con tamales cada 2 de febrero? ¿En qué momento pasamos del festejo navideño con tamales –tal como se retrata en la épica musical del genial Lalo Guerrero, “La tamalada”– a celebrar coercitivamente con tamales de gorra?
Hay toda una discusión sobre el origen de este manjar milpeño, desde luego en México nos decantamos por reivindicar lo propio y tenemos un buen argumento: el tamal significa “envuelto” en náhuatl; sin embargo su nombre se le ha asignado arbitrariamente a diversos platos americanos de origen indígena. Lo cierto es que a lo largo de todo el continente este bulto exquisito ha alimentado las bocas de toda clase social. Generalmente son preparados con masa de maíz cocida envuelta en las mismas hojas de la mazorca o de plátano y actualmente existe su variación con aluminio o plástico. Pueden ser o no rellenos, lo cual cambia según la región en donde se prepare –o de las extrañezas de cada familia–. El origen se desconoce debido a la falta de pruebas suficientes para ponerle una bandera, pero dentro de los disputantes por el título de inventor se encuentran: México, Perú, Argentina, Chile, Bolivia y otros países de América donde la dieta tiene como base el maíz.
El tamal, hallaca en Venezuela o humita (del quechua) en Chile, Argentina y Bolivia, ha sido desde la época precolombina un elemento protagonista en ceremonias, ofrendas y celebraciones. Su elaboración casera implica un proceso que requiere mano de obra en cadena. Generalmente la abuela, funge como cerebro de dicho ensamble, las hijas se encargan de preparar la masa y lo que será el relleno, y finalmente el embalaje es realizado por las manos más jóvenes. Así, el protagonismo de este plato comienza desde la cocina, y en las manos de quienes lo preparan se construye la identidad de un pueblo.